Juana de Ibarbourou,
Juana de América
Juana a los dos años de edad
Gabriela Mistral, Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou en Montevideo,
año 1938
Recordamos la entrevista realizada a Juana de Ibarbourou
por Antonio Mercader para la Revista Siete Días ilustrados en mayo de 1974
Es la única sobreviviente del legendario terceto
de poetisas que integró con la chilena Gabriela Mistral y la argentina
Alfonsina Storni. Es también el mayor mito viviente de Uruguay. Bautizada
Juana Fernández Morales, firmó sus poesías como Juana de Ibarbourou. En 1929
fue consagrada Juana de América y glorificada por los grandes escritores de
la época. Tiene 82 años, una quincena de libros publicados y alrededor de
500 mil ejemplares vendidos. Medio siglo atrás, fue el best-seller del
romanticismo rioplatense con sus versos "de un audaz erotismo"; hoy, niños
orientales, argentinos y de otros países latinoamericanos la leen —a veces
con resignación— en los textos escolares. Vive en una vieja casona de la
avenida 8 de Octubre, a cinco minutos del centro de Montevideo. Sale poco y
no recibe siquiera a sus más fieles amigos. En ese mundo hermético, que
comparte casi exclusivamente con su hijo Julio César, pasa sus días leyendo
y escribiendo. Hace mucho sobrelleva el peso de ser un monstruo sagrado, un
jirón de la historia de la literatura. Tras un exterior rimbombante, tras el
mito Juana de Ibarbourou, se esconde una mujer alegre, sencilla, tierna y
generosa. Sobre el final de su vida, ésa sigue siendo su imagen íntima,
verdadera, que pocos conocen, y que Siete Días pudo revelar a través de una
entrevista obtenida por su corresponsal en Montevideo. En una charla que
duró una hora y media, Juana de Ibarbourou habló como nunca sobre sí misma y
sobre su obra, recordó a sus antiguos amigos (Pablo Neruda, Juan Ramón
Jiménez, Jorge Luis Borges, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni y otros),
explicó las causas de su enclaustramiento y evocó su esplendoroso pasado.
Demostró además que conserva una envidiable lucidez mental, disminuida
apenas por cierta flaqueza en memorizar nombres o fechas. Lo que sigue es la
entrevista a Juana de Ibarbourou, la primera que se difunde en varías
décadas en una publicación argentina.
"La señora lo va a recibir", anuncia una ceremoniosa criada mientras abre la pesada puerta de roble. Sobre el parquet del vestíbulo dos plebeyas palanganas de plástico recogen las gotas de agua que se filtran desde el techo. Afuera llueve, y en esta casona con goteras, entre la penumbra, se distinguen un aparador estilo colonial y un par de alfombras precariamente enrolladas contra la pared para evitar que se mojen. Crujen los peldaños de la escalera y el ruido hace ladrar a un perro, encadenado en algún rincón lejano de la casa. En la planta alta, hay una estantería con libros y tres puertas: la de la izquierda está abierta. Desde allí parte una voz de agudas inflexiones: "Hágalo pasar, pase, pase".
Es un cuarto mal iluminado, cuadrado, de cuatro por cuatro, donde se alinean una cama doble, una cómoda, un aparato de televisión y varios anaqueles de libros. Junto a la ventana-balcón que asoma a la avenida 8 de Octubre, arrellanada en un viejo sillón, está Juana de Ibarbourou. Sonríe, hace un cortés ademán de incorporarse pero permanece sentada mientras estrecha la mano del visitante. Luce bien peinada, el cutis blanquísimo ligeramente empolvado, un toque de color en los labios. No parece sorprendida ni intimidada por la inminente requisitoria periodística. Expectante, mira a su interlocutor con sus ojos negros que conservan el brillo de otros tiempos.
—¿Por qué es tan difícil verla?
—No es tan difícil. Lo que sucede es que estuve un poco enferma últimamente, y entonces los que me cuidan, mi médico, mi hijo Julito, piensan que puedo fatigarme si atiendo personalmente a todos los que quieren verme o quieren hablarme por teléfono. Ahora estoy bien de salud, tengo este problema (se toca el ojo izquierdo; sobre la frente, de ese lado, lleva una gasa sujeta por dos tiras de cinta adhesiva), pero me voy acostumbrando.
—¿Qué le pasó en el ojo?
—Tuve un accidente. El año pasado pisé una baldosa rota, ésa que está ahí (señala un agujero en el embaldosado), tropecé y caí. Me di un gran golpe en el ojo izquierdo por el que ya no veo, y me quedó esta herida en la frente que no termina de curarse y eso que voy seguido al médico.
—¿Usted sale muy frecuentemente de esta casa?
—Voy a un médico oculista por el centro. Además, salgo con Julito en el auto y nos vamos
a la rambla o al parque Rodó. Nos bajamos a caminar.
—Sin embargo, sus mejores amigos dicen que no pueden verla porque usted no sale nunca y no quiere recibirlos.
—¿Quiénes son mis mejores amigos? Los amigos de verdad, los fieles, siempre entraron a esta casa. Los que dicen esas cosas no son amigos y cuentan mentiras: que me tienen secuestrada, que me maltratan, que me encierran y no sé cuantas cosas horribles. No hay que hacerles caso.
El enclaustramiento de Juana es un hecho cierto. La más reciente generación de uruguayos nunca la vio en público. Quienes antes la visitaban diariamente afirman que en los últimos dos años su aislamiento se agravó. "El teléfono y el timbre suenan en su casa sin que nadie responda", dicen. Hubo denuncias al respecto; a tal punto que, a fines del año pasado, varios policías allanaron su casa y pudieron comprobar que la poetisa estaba allí y sin peligro a la vista. Entonces se supo que las versiones alarmistas carecían de fundamento. Pero el hermetismo en torno a Juana siguió y los rumores crecieron otra vez. El mes pasado, el vespertino montevideano El Diario logró entrevistarla. Fueron sus primeras declaraciones en muchos tiempo. "Juana de Ibarbourou no estaba secuestrada", tituló el vespertino. Desde entonces, las olas se apaciguaron. Pero su aislamiento sigue y todo indica que seguirá. Algunos señalan que Juana fue siempre introvertida y tímida, y que en su vejez ha reasumido su verdadera personalizad. "Mis últimos años me pertenecen", dijo alguna vez. Según esta interpretación su voluntario retiro es una forma de eludir los compromisos y las molestias que acarrea la fama. Es, también, un modo de disfrutar su propia intimidad.
"La señora lo va a recibir", anuncia una ceremoniosa criada mientras abre la pesada puerta de roble. Sobre el parquet del vestíbulo dos plebeyas palanganas de plástico recogen las gotas de agua que se filtran desde el techo. Afuera llueve, y en esta casona con goteras, entre la penumbra, se distinguen un aparador estilo colonial y un par de alfombras precariamente enrolladas contra la pared para evitar que se mojen. Crujen los peldaños de la escalera y el ruido hace ladrar a un perro, encadenado en algún rincón lejano de la casa. En la planta alta, hay una estantería con libros y tres puertas: la de la izquierda está abierta. Desde allí parte una voz de agudas inflexiones: "Hágalo pasar, pase, pase".
Es un cuarto mal iluminado, cuadrado, de cuatro por cuatro, donde se alinean una cama doble, una cómoda, un aparato de televisión y varios anaqueles de libros. Junto a la ventana-balcón que asoma a la avenida 8 de Octubre, arrellanada en un viejo sillón, está Juana de Ibarbourou. Sonríe, hace un cortés ademán de incorporarse pero permanece sentada mientras estrecha la mano del visitante. Luce bien peinada, el cutis blanquísimo ligeramente empolvado, un toque de color en los labios. No parece sorprendida ni intimidada por la inminente requisitoria periodística. Expectante, mira a su interlocutor con sus ojos negros que conservan el brillo de otros tiempos.
—¿Por qué es tan difícil verla?
—No es tan difícil. Lo que sucede es que estuve un poco enferma últimamente, y entonces los que me cuidan, mi médico, mi hijo Julito, piensan que puedo fatigarme si atiendo personalmente a todos los que quieren verme o quieren hablarme por teléfono. Ahora estoy bien de salud, tengo este problema (se toca el ojo izquierdo; sobre la frente, de ese lado, lleva una gasa sujeta por dos tiras de cinta adhesiva), pero me voy acostumbrando.
—¿Qué le pasó en el ojo?
—Tuve un accidente. El año pasado pisé una baldosa rota, ésa que está ahí (señala un agujero en el embaldosado), tropecé y caí. Me di un gran golpe en el ojo izquierdo por el que ya no veo, y me quedó esta herida en la frente que no termina de curarse y eso que voy seguido al médico.
—¿Usted sale muy frecuentemente de esta casa?
—Voy a un médico oculista por el centro. Además, salgo con Julito en el auto y nos vamos
a la rambla o al parque Rodó. Nos bajamos a caminar.
—Sin embargo, sus mejores amigos dicen que no pueden verla porque usted no sale nunca y no quiere recibirlos.
—¿Quiénes son mis mejores amigos? Los amigos de verdad, los fieles, siempre entraron a esta casa. Los que dicen esas cosas no son amigos y cuentan mentiras: que me tienen secuestrada, que me maltratan, que me encierran y no sé cuantas cosas horribles. No hay que hacerles caso.
El enclaustramiento de Juana es un hecho cierto. La más reciente generación de uruguayos nunca la vio en público. Quienes antes la visitaban diariamente afirman que en los últimos dos años su aislamiento se agravó. "El teléfono y el timbre suenan en su casa sin que nadie responda", dicen. Hubo denuncias al respecto; a tal punto que, a fines del año pasado, varios policías allanaron su casa y pudieron comprobar que la poetisa estaba allí y sin peligro a la vista. Entonces se supo que las versiones alarmistas carecían de fundamento. Pero el hermetismo en torno a Juana siguió y los rumores crecieron otra vez. El mes pasado, el vespertino montevideano El Diario logró entrevistarla. Fueron sus primeras declaraciones en muchos tiempo. "Juana de Ibarbourou no estaba secuestrada", tituló el vespertino. Desde entonces, las olas se apaciguaron. Pero su aislamiento sigue y todo indica que seguirá. Algunos señalan que Juana fue siempre introvertida y tímida, y que en su vejez ha reasumido su verdadera personalizad. "Mis últimos años me pertenecen", dijo alguna vez. Según esta interpretación su voluntario retiro es una forma de eludir los compromisos y las molestias que acarrea la fama. Es, también, un modo de disfrutar su propia intimidad.
LOS LABERINTOS DE LA MEMORIA
—¿Está escribiendo actualmente?
—Siempre escribo algo. Trabajo todos los días, sin horarios, me pongo a escribir cuando quiero y siento que debo hacerlo. Estoy escribiendo otro libro, tengo más de treinta poesías terminadas. No me pregunte el nombre del libro porque no lo sé; siempre fui mala para elegir nombres.
—Qué técnica usa para escribir?
—Los poetas no se hacen, nacen. Es una verdad. Escribo espontáneamente, sin preparativos artificiales, cuando siento una idea, una palabra, un paisaje, como una obsesión aquí, en la cabeza. No entiendo a los poetas que piensan que para escribir versos hay que encender velas o escuchar música. Lo mío es sencillo, natural, y así debe ser porque la poesía no se fabrica, no se provoca; se siente o no.
—Hoy se lee poca poesía, ¿cuál es la razón?
—Se lee poca poesía y lo comprendo. No vivimos en un mundo de poetas. Este es un mundo loco, loco, que no da tiempo a leer ni a serenarse. Pero siempre habrá poetas maravillosos y se volverá más a la poesía. Estoy segura.
—¿Qué está leyendo en este momento?
—Leo mucho. Leer me hace más llevadera la vida. En este momento estoy leyendo Papillon y me gusta por que es entretenido y humano.
—¿Qué otras distracciones tiene? Veo una televisión en su cuarto.
—Miro poca televisión, me hace mal a la vista.
—¿Qué opina de la televisión como medio de comunicación?
—Me hace admirar la técnica y la inventiva humana. Lástima que la televisión se use poco para difundir la cultura, para enseñar a la gente. Podrían hacerse cosas importantes pero no se hacen. Me gusta más el cine, aunque hace mucho que no voy.
—¿Recuerda a algún actor o actriz en especial?
—Mis predilectos le van a parecer un poco antiguos. Me gusta Chaplin, porque era admirable que hiciera reír a la gente en épocas donde costaba mucho reírse. También Greta Garbo. Y María Félix por su belleza, y porque me recordaba a una amiga que tuve en mi infancia, allá en Melo.
Melo, capital del departamento de Cerro Largo, frontera con Brasil. Ciudad donde nació, de padre gallego y madre uruguaya, el 8 de marzo de 1892, Juana Fernández Morales. Por sus escritos y confidencias se sabe que su infancia no fue del todo feliz, que su padre solía recitar en voz alta a Espronceda y Rosalía de Castro, que dos hermanos de su madre eran poetas y que uno de ellos murió en un duelo batiéndose por una mujer. Se sabe también que Aparicio Saravia, el guerrero blanco que acaudilló dos revoluciones, fue su padrino de bautismo. Con tales antecedentes, Juanita o Juaneca, como la llamaban, fue creciendo en su Melo pueblerino, "ciudad de casas bajas, naranjos y aroma de pitangas". No muy lejos de Melo, en 1904, el padrino de Juana, "el último caudillo a caballo del Río de la Plata", se levantó contra el gobierno de José Batlle y Ordóñez.
—¿Cómo era Aparicio Saravia?
—Mi padrino, cómo lo recuerdo. Nunca olvidaré una tarde cuando el negro Camundá tocó el clarín y apareció padrino, el general Aparicio Saravia, el General como le decíamos con todo respeto en casa. Venía por la calle 25 de Mayo, con la cabeza levantada, sobre un tordillo. Medio caballo atrás venía su gente, la flor y nata de le juventud montevideana. Estaban los Ponce de León y... era impresionante. Todo Melo los miraba desde las ventanas. Era padrino que iba a hacer la última revolución. A él lo adorábamos, en casa había retratos suyos porque mi padre era blanco, nacionalista, como todos en mi familia. Había peleado con el General en otras guerras. Por todo eso siempre fui blanca, blanca como hueso de bagual.
—¿En aquella época ya escribía?
—A los doce o trece años ya hacía mis primeros versos. Algunos se publicaron después en el diario de Melo con un seudónimo feísimo: Jeannete d'lbar.
—Se casó muy joven, ¿no es así?
—Sí, muy joven. De mi marido (el capitán Lucas Ibarbourou) tomé mi nombre poético. Ibarbourou, mi suegro, era vasco francés. Después nació Julito (repentinamente pregunta la hora; son las cinco de la tarde y eso la alarma). Las cinco de la tarde y todavía no vino a comer. Lástima que Julito no esté, me gustaría que lo conociera.
—Después usted se vino a Montevideo.
—Nos vinimos todos. De Melo tengo los recuerdos más tiernos, hace años que no voy por allá. Pero para mí la ciudad, la gran ciudad, fue Montevideo. Aquí me trataron maravillosamente. Era una ciudad chiquita la que conocí entonces, y no la gran ciudad que es ahora. Ha cambiado tanto Montevideo. Alguna vez escribí que prefería Montevideo a París, Madrid o Nueva York, y que si Dios me diera la oportunidad y me preguntara dónde quiero volver a vivir, yo le diría simplemente a Montevideo, Señor, ¡y gracias!
—¿En esa etapa ya escribía sus Lenguas de diamante?
—Ya tenía algunos versos escritos pero aquí pude terminar el libro y aquí, en Montevideo, encontré gente que me animó a publicarlos. Lenguas de diamante, fue el primer libro y el que me dio más satisfacciones.
Lo prologó y publicó, en 1919, el escritor argentino Manuel Gálvez, en la editorial Buenos Aires, de la capital argentina. "Es un acontecimiento en la literatura americana", auguró Gálvez. Y lo fue. Su nombre se hizo famoso en el Río de la Plata y aún más lejos. Desde España, el gran Miguel de Unamuno le dio su bendición ("jamás ha hablado en español, que yo sepa, así la pasión desnuda y ardiente; aquí una mujer no haría versos así a su novio; si los hacía, los rompería sin publicarlos"). El peruano José Santos Chocano y el mexicano Alfonso Reyes la elogiaron. No había cumplido treinta años y estaba consagrada. En los románticos twenties, los uruguayos sabían de memoria aquellos versos femeninos, audaces para la época (Tómame ahora que aún es temprano / y que llevo dalias nuevas en la mano. / Tómame ahora que aún es sombría / esta taciturna cabellera mía. / Ahora, que tengo la carne olorosa. / Y los ojos limpios y la piel de rosa .../).
—Eran versos un poco atrevidos por venir de una mujer.
—¿Sí? Eran sinceros y apasionados, como son las cosas que se hacen en la juventud. Pero no fui la primera mujer que escribía poesías. Estaba Delmira.
—¿La uruguaya Delmira Agustini?
—Delmira, sí, escribía con una gran pasión. Era una época con mujeres que sabían escribir con talento.
—¿Recuerda aquel acto en la Universidad de Montevideo, en 1938, donde se juntaron usted, Gabriela Mistral y Alfonsina Storni?
—Gabriela ... Era fuerte, recia, hablaba muy castizo, muy español. Le gustaba contar historias de embrujos y de fantasmas que asustaban un poco. Estuvo en casa y nos sacamos fotos juntas. Era una mujer inteligente, pobre Gabriela que fue tan infeliz en su vida, pobrecita.
—¿Y Alfonsina Storni?
—No hubo entre nosotras esa amistad tan espontánea que se dio con Gabriela. No por mi culpa ni por culpa de ella. Éramos distintas, no .. pero yo la admiré siempre. La recuerdo con su cara muy roja y esa altivez que tenía. A Gabriela y Alfonsina las quise y las quiero mucho. Que me vincularan a ellas, que el público nos viera como formando una cosa común, fue uno de los mayores homenajes que recibí en mi vida. Era una forma de unirnos a los uruguayos, los chilenos y los argentinos.
—Usted sabe que los cuentos de Chico Carlo están incorporados a textos de gramática escolar no sólo en Uruguay sino también en Argentina. Lo mismo pasa con sus poesías y con sus libros que son, muchas veces, de lectura recomendada para niños y jóvenes. ¿Qué siente ante un público tan especial?
—Me gusta, adoro a los niños, me alegro tanto cuando los traen de visita. Aquí han venido muchos niños, vienen con las maestras, a veces desde Argentina. Sé que me conocen en Argentina, es un homenaje y un honor. Los argentinos siempre fueron buenos conmigo, tengo muy buenos amigos allá.
—¿Jorge Luis Borges es uno de ellos?
—Borges, el gran Borges, es un hombre tan profundo.
—Usted contaba una anécdota graciosa con Borges, aquella de los discurso ...
—Sí, los dichosos discursos (se ríe). Le dieron un banquete a Borges, aquí en Montevideo, y yo tenía que hablar en nombre de los escritores uruguayos. Mejor dicho tenía que leerle un discurso, y estaba previsto que él leyera su discurso de respuesta. No tenía muchas ganas de hacerlo. Yo sabía que a Borges le pasaba lo mismo, así que le dije con toda sinceridad: Borges, debo leerle un discurso pero no me siento muy dispuesta a hacerlo en este momento. ¿Sabe qué contestó? Yo tampoco, así que no lo lea, déme su discurso, yo le doy el mío, y después cada uno lo lee en su casa. Intercambiamos
los respectivos papeles donde estaban escritos los discursos, y nos quedamos tan tranquilos.
—¿Está escribiendo actualmente?
—Siempre escribo algo. Trabajo todos los días, sin horarios, me pongo a escribir cuando quiero y siento que debo hacerlo. Estoy escribiendo otro libro, tengo más de treinta poesías terminadas. No me pregunte el nombre del libro porque no lo sé; siempre fui mala para elegir nombres.
—Qué técnica usa para escribir?
—Los poetas no se hacen, nacen. Es una verdad. Escribo espontáneamente, sin preparativos artificiales, cuando siento una idea, una palabra, un paisaje, como una obsesión aquí, en la cabeza. No entiendo a los poetas que piensan que para escribir versos hay que encender velas o escuchar música. Lo mío es sencillo, natural, y así debe ser porque la poesía no se fabrica, no se provoca; se siente o no.
—Hoy se lee poca poesía, ¿cuál es la razón?
—Se lee poca poesía y lo comprendo. No vivimos en un mundo de poetas. Este es un mundo loco, loco, que no da tiempo a leer ni a serenarse. Pero siempre habrá poetas maravillosos y se volverá más a la poesía. Estoy segura.
—¿Qué está leyendo en este momento?
—Leo mucho. Leer me hace más llevadera la vida. En este momento estoy leyendo Papillon y me gusta por que es entretenido y humano.
—¿Qué otras distracciones tiene? Veo una televisión en su cuarto.
—Miro poca televisión, me hace mal a la vista.
—¿Qué opina de la televisión como medio de comunicación?
—Me hace admirar la técnica y la inventiva humana. Lástima que la televisión se use poco para difundir la cultura, para enseñar a la gente. Podrían hacerse cosas importantes pero no se hacen. Me gusta más el cine, aunque hace mucho que no voy.
—¿Recuerda a algún actor o actriz en especial?
—Mis predilectos le van a parecer un poco antiguos. Me gusta Chaplin, porque era admirable que hiciera reír a la gente en épocas donde costaba mucho reírse. También Greta Garbo. Y María Félix por su belleza, y porque me recordaba a una amiga que tuve en mi infancia, allá en Melo.
Melo, capital del departamento de Cerro Largo, frontera con Brasil. Ciudad donde nació, de padre gallego y madre uruguaya, el 8 de marzo de 1892, Juana Fernández Morales. Por sus escritos y confidencias se sabe que su infancia no fue del todo feliz, que su padre solía recitar en voz alta a Espronceda y Rosalía de Castro, que dos hermanos de su madre eran poetas y que uno de ellos murió en un duelo batiéndose por una mujer. Se sabe también que Aparicio Saravia, el guerrero blanco que acaudilló dos revoluciones, fue su padrino de bautismo. Con tales antecedentes, Juanita o Juaneca, como la llamaban, fue creciendo en su Melo pueblerino, "ciudad de casas bajas, naranjos y aroma de pitangas". No muy lejos de Melo, en 1904, el padrino de Juana, "el último caudillo a caballo del Río de la Plata", se levantó contra el gobierno de José Batlle y Ordóñez.
—¿Cómo era Aparicio Saravia?
—Mi padrino, cómo lo recuerdo. Nunca olvidaré una tarde cuando el negro Camundá tocó el clarín y apareció padrino, el general Aparicio Saravia, el General como le decíamos con todo respeto en casa. Venía por la calle 25 de Mayo, con la cabeza levantada, sobre un tordillo. Medio caballo atrás venía su gente, la flor y nata de le juventud montevideana. Estaban los Ponce de León y... era impresionante. Todo Melo los miraba desde las ventanas. Era padrino que iba a hacer la última revolución. A él lo adorábamos, en casa había retratos suyos porque mi padre era blanco, nacionalista, como todos en mi familia. Había peleado con el General en otras guerras. Por todo eso siempre fui blanca, blanca como hueso de bagual.
—¿En aquella época ya escribía?
—A los doce o trece años ya hacía mis primeros versos. Algunos se publicaron después en el diario de Melo con un seudónimo feísimo: Jeannete d'lbar.
—Se casó muy joven, ¿no es así?
—Sí, muy joven. De mi marido (el capitán Lucas Ibarbourou) tomé mi nombre poético. Ibarbourou, mi suegro, era vasco francés. Después nació Julito (repentinamente pregunta la hora; son las cinco de la tarde y eso la alarma). Las cinco de la tarde y todavía no vino a comer. Lástima que Julito no esté, me gustaría que lo conociera.
—Después usted se vino a Montevideo.
—Nos vinimos todos. De Melo tengo los recuerdos más tiernos, hace años que no voy por allá. Pero para mí la ciudad, la gran ciudad, fue Montevideo. Aquí me trataron maravillosamente. Era una ciudad chiquita la que conocí entonces, y no la gran ciudad que es ahora. Ha cambiado tanto Montevideo. Alguna vez escribí que prefería Montevideo a París, Madrid o Nueva York, y que si Dios me diera la oportunidad y me preguntara dónde quiero volver a vivir, yo le diría simplemente a Montevideo, Señor, ¡y gracias!
—¿En esa etapa ya escribía sus Lenguas de diamante?
—Ya tenía algunos versos escritos pero aquí pude terminar el libro y aquí, en Montevideo, encontré gente que me animó a publicarlos. Lenguas de diamante, fue el primer libro y el que me dio más satisfacciones.
Lo prologó y publicó, en 1919, el escritor argentino Manuel Gálvez, en la editorial Buenos Aires, de la capital argentina. "Es un acontecimiento en la literatura americana", auguró Gálvez. Y lo fue. Su nombre se hizo famoso en el Río de la Plata y aún más lejos. Desde España, el gran Miguel de Unamuno le dio su bendición ("jamás ha hablado en español, que yo sepa, así la pasión desnuda y ardiente; aquí una mujer no haría versos así a su novio; si los hacía, los rompería sin publicarlos"). El peruano José Santos Chocano y el mexicano Alfonso Reyes la elogiaron. No había cumplido treinta años y estaba consagrada. En los románticos twenties, los uruguayos sabían de memoria aquellos versos femeninos, audaces para la época (Tómame ahora que aún es temprano / y que llevo dalias nuevas en la mano. / Tómame ahora que aún es sombría / esta taciturna cabellera mía. / Ahora, que tengo la carne olorosa. / Y los ojos limpios y la piel de rosa .../).
—Eran versos un poco atrevidos por venir de una mujer.
—¿Sí? Eran sinceros y apasionados, como son las cosas que se hacen en la juventud. Pero no fui la primera mujer que escribía poesías. Estaba Delmira.
—¿La uruguaya Delmira Agustini?
—Delmira, sí, escribía con una gran pasión. Era una época con mujeres que sabían escribir con talento.
—¿Recuerda aquel acto en la Universidad de Montevideo, en 1938, donde se juntaron usted, Gabriela Mistral y Alfonsina Storni?
—Gabriela ... Era fuerte, recia, hablaba muy castizo, muy español. Le gustaba contar historias de embrujos y de fantasmas que asustaban un poco. Estuvo en casa y nos sacamos fotos juntas. Era una mujer inteligente, pobre Gabriela que fue tan infeliz en su vida, pobrecita.
—¿Y Alfonsina Storni?
—No hubo entre nosotras esa amistad tan espontánea que se dio con Gabriela. No por mi culpa ni por culpa de ella. Éramos distintas, no .. pero yo la admiré siempre. La recuerdo con su cara muy roja y esa altivez que tenía. A Gabriela y Alfonsina las quise y las quiero mucho. Que me vincularan a ellas, que el público nos viera como formando una cosa común, fue uno de los mayores homenajes que recibí en mi vida. Era una forma de unirnos a los uruguayos, los chilenos y los argentinos.
—Usted sabe que los cuentos de Chico Carlo están incorporados a textos de gramática escolar no sólo en Uruguay sino también en Argentina. Lo mismo pasa con sus poesías y con sus libros que son, muchas veces, de lectura recomendada para niños y jóvenes. ¿Qué siente ante un público tan especial?
—Me gusta, adoro a los niños, me alegro tanto cuando los traen de visita. Aquí han venido muchos niños, vienen con las maestras, a veces desde Argentina. Sé que me conocen en Argentina, es un homenaje y un honor. Los argentinos siempre fueron buenos conmigo, tengo muy buenos amigos allá.
—¿Jorge Luis Borges es uno de ellos?
—Borges, el gran Borges, es un hombre tan profundo.
—Usted contaba una anécdota graciosa con Borges, aquella de los discurso ...
—Sí, los dichosos discursos (se ríe). Le dieron un banquete a Borges, aquí en Montevideo, y yo tenía que hablar en nombre de los escritores uruguayos. Mejor dicho tenía que leerle un discurso, y estaba previsto que él leyera su discurso de respuesta. No tenía muchas ganas de hacerlo. Yo sabía que a Borges le pasaba lo mismo, así que le dije con toda sinceridad: Borges, debo leerle un discurso pero no me siento muy dispuesta a hacerlo en este momento. ¿Sabe qué contestó? Yo tampoco, así que no lo lea, déme su discurso, yo le doy el mío, y después cada uno lo lee en su casa. Intercambiamos
los respectivos papeles donde estaban escritos los discursos, y nos quedamos tan tranquilos.
El Salón de los Pasos Perdidos, el 10 de
agosto de 1929, día en que la consagraron como Juana de América
—¿Cuál fue la alegría más grande de su vida?
—El día que recibí el título de Juana de América. Estaban Juan Zorrilla de San Martín, Alfonso Reyes y otros grandes de la literatura. ¡Había tanta gente en el Palacio Legislativo! ¿Conoce el episodio de los cuatro soldados? Me los pusieron alrededor mío formando una guardia de honor. Tenía un ramo de violetas en la mano y cuando el acto terminó, los soldados de la guardia me pidieron que les diera algunas flores de recuerdo. Años después, un muchacho golpeó en la puerta de mi casa. Era uno de aquellos soldados. Traía las violetas en una caja, como un tesoro; se iba a casar y quería regalárselas a su novia. Para su regalo de bodas necesitaba una tarjetita de mi puño y letra, que acreditara que aquéllas eran mis violetas. Se la di. Qué recuerdo tan tierno me dejó ese episodio. Diez de agosto de 1929, día en que la proclamaron Juana de América. La idea partió del peruano José Santos Chocano. Escritores uruguayos y extranjeros la apoyaron. Querían darle un título simbólico, honorario, para honrarla en toda América. Diez mil personas asistieron al solemne acto, en la sede del parlamento uruguayo. Fue una especie de glorificación en vida, prematura quizá para una joven emotiva y sencilla que nunca había soñado con tamaño homenaje. Visto a la distancia, el fasto puede resultar hoy desprovisto de sentido; pero bien mirado, se insertaba en una época feliz, pródiga con sus ídolos, donde uno de los grandes fenómenos era el ascenso de la mujer a todos los planos de la actividad diaria. Como un signo de ese tiempo, la jovencita de Melo fue coronada Juana de América y el título prendió en la gente porque sus poesías gustaban: eran frescas, liberadas, hablaban de amor y de belleza, en contraste con el modernismo decadente y amanerado que moría de asfixia en los salones.
—Según ciertos críticos, su obra refleja vitalidad e intuición antes que una amplia cultura y una depurada formación intelectual. Lo cree así?
—Al comienzo, tenía una formación elemental. Conocía unos pocos autores y unos pocos libros, pero los conocían bien. Después, el tiempo, los amigos, el contacto con el ambiente intelectual de la ciudad, me fueron dando más conocimientos. De todas maneras, no creo que todo eso que vino después haya cambiado de un modo importante el sentido y el estilo de mis libros.
—¿Cuáles son sus poetas preferidos?
—Los de siempre: los dos Machado, Manuel y Antonio, y el gran Juan Ramón Jiménez. A Juan Ramón tuve la suerte de conocerlo estuvo en esta casa; a los Machado, no.
—El día que recibí el título de Juana de América. Estaban Juan Zorrilla de San Martín, Alfonso Reyes y otros grandes de la literatura. ¡Había tanta gente en el Palacio Legislativo! ¿Conoce el episodio de los cuatro soldados? Me los pusieron alrededor mío formando una guardia de honor. Tenía un ramo de violetas en la mano y cuando el acto terminó, los soldados de la guardia me pidieron que les diera algunas flores de recuerdo. Años después, un muchacho golpeó en la puerta de mi casa. Era uno de aquellos soldados. Traía las violetas en una caja, como un tesoro; se iba a casar y quería regalárselas a su novia. Para su regalo de bodas necesitaba una tarjetita de mi puño y letra, que acreditara que aquéllas eran mis violetas. Se la di. Qué recuerdo tan tierno me dejó ese episodio. Diez de agosto de 1929, día en que la proclamaron Juana de América. La idea partió del peruano José Santos Chocano. Escritores uruguayos y extranjeros la apoyaron. Querían darle un título simbólico, honorario, para honrarla en toda América. Diez mil personas asistieron al solemne acto, en la sede del parlamento uruguayo. Fue una especie de glorificación en vida, prematura quizá para una joven emotiva y sencilla que nunca había soñado con tamaño homenaje. Visto a la distancia, el fasto puede resultar hoy desprovisto de sentido; pero bien mirado, se insertaba en una época feliz, pródiga con sus ídolos, donde uno de los grandes fenómenos era el ascenso de la mujer a todos los planos de la actividad diaria. Como un signo de ese tiempo, la jovencita de Melo fue coronada Juana de América y el título prendió en la gente porque sus poesías gustaban: eran frescas, liberadas, hablaban de amor y de belleza, en contraste con el modernismo decadente y amanerado que moría de asfixia en los salones.
—Según ciertos críticos, su obra refleja vitalidad e intuición antes que una amplia cultura y una depurada formación intelectual. Lo cree así?
—Al comienzo, tenía una formación elemental. Conocía unos pocos autores y unos pocos libros, pero los conocían bien. Después, el tiempo, los amigos, el contacto con el ambiente intelectual de la ciudad, me fueron dando más conocimientos. De todas maneras, no creo que todo eso que vino después haya cambiado de un modo importante el sentido y el estilo de mis libros.
—¿Cuáles son sus poetas preferidos?
—Los de siempre: los dos Machado, Manuel y Antonio, y el gran Juan Ramón Jiménez. A Juan Ramón tuve la suerte de conocerlo estuvo en esta casa; a los Machado, no.
—¿Cómo era Juan Ramón?
—Un hombre y un poeta superior. Llevaba a su España metida acá adentro, como una espina. Había sufrido mucho con la guerra y con las desgracias de su patria. Cuando lo conocí era un escritor consagrado, festejado en todas partes. En la intimidad era sencillo, adoraba a su esposa Zenobia; era galante, muy caballero español. Recuerdo que le regalé un salerito de plata francesa y él se sintió en la obligación de retribuir el regalo. Después que se fue, un día recibí de su parte un libro y un espejo. El espejo era fino, antiguo y francés. La dedicatoria decía: Para Juana, un libro, un espejo y un beso.
—Pablo Neruda fue otro de sus visitantes.
—Era un simpatiquísimo ladrón. Estuvo en mi casa de la rambla, donde yo tenía una colección de caracoles. El también los coleccionaba y los empezó a mirar y a decir: me llevo éste y éste, y se iba agachando para recogerlos y ponérselos en el bolsillo. Se llevó cuatro o cinco de mis mejores caracoles. Era estupendo. Era un poeta fuerte, expresivo, tenía versos que yo sabía de memoria. Se volvió a casar, creo con una de Urrutia, y murió hace poco. Pobre Pablo. Era como todo gran poeta: un intermediario entre Dios y el hombre.
—¿Usted es católica?
—Sí, y muy devota.
—Se dice que vivimos una época de descreimiento, de escepticismo religioso...
—El hombre logró muchos adelantos, inventó maravillas y llegó a la Luna. Pero no debe creerse igual o superior a Dios. Quien tiene fe, verdadera fe en Dios, no debe perderla sino afirmarla por el avance de la civilización y la cultura. Hay una verdad: Dios nos da y nos quita todo. La religión la ayuda a una a vivir y a esperar... y yo de la vida ya no espero nada, lo espero todo del más allá.
LA JUVENTUD DE LA ANCIANA DAMA
—¿Volvería a vivir su vida tal cual la vivió?
—Sí, no tengo dudas, la viviría igual, salvo algunas malas mujeres que se cruzaron en ella. Los hombres siempre fueron más buenos conmigo que las mujeres.
—De todas las etapas de su vida, ¿cuál le dejó los mejores recuerdos?
—La juventud. Para mí, como para todo ser humano, fue la época más hermosa de la vida.
¡Soy libre, sana, alegre, juvenil y morena ...!, cantaba Juana en sus comienzos. La juventud, justamente, es una constante en su primera producción, es decir, la trilogía compuesta por Lenguas, El cántaro fresco y Raíz salvaje. Juventud y amor (¡que rían los vecinos! Puesto que somos jóvenes / y los dos nos amamos y nos gusta la lluvia ...) son sus temas iniciales y, seguramente, las claves de su vida. Después, en la década del cuarenta, reasomarán en su obra bajo la forma de recuerdos, como ocurre en Chico Carlo, donde sustituye la poesía por una prosa sencilla cargada de añoranzas. Es la Juana madura, cincuentona, convertida ya en un monstruo sagrado, rodeada de leyendas, quien evoca su infancia a través de Chico Carlo, un libro que es algo así como el Platero y yo latinoamericano. Después, en 1949, la muerte de su madre ahondará su soledad y la hará retornar a la poesía a través de Pérdida y Elegía, sus obras máximas de la segunda época. Recibe condecoraciones, premios, invitaciones, la nombran "mujer de las Américas" y viaja a Norteamérica. En la década del cincuenta, cuando la fama y el reconocimiento arrecian sobre ella, cuando la carga del mito se torna insoportable para la mujer que ama los días sencillos y serenos, escribe un cuarteto revelador, símbolo quizá de sus actuales angustias: Digo mil veces que me estoy ahogando, / y sólo veo alrededor sonrisas. / Me estoy ahogando vertical y en medio / de una avenida gris, ruidosa y lisa.
—Usted sabe que hay un mito llamado Juana de Ibarbourou. ¿Le molesta?
—La gente es buena, generosa, y ha imaginado sus cosas sobre mi persona y mi obra. Tal vez yo misma soy la culpable porque llevé siempre una vida retraída, dedicada muchos años a cuidar a mi marido y a mi madre que sufrieron largas enfermedades. Además, está el tiempo y usted sabe que el tiempo siempre deforma las cosas.
—En este enclaustramiento en que vive, ¿no se siente un poco abandonada u olvidada?
—No, no estoy abandonada ni olvidada. Mis verdaderos amigos son muy fieles. Lo que siento, a veces, son los problemas económicos. Con lo que cobro de derecho de autor y la pensión de mi marido no es suficiente para vivir. A fines del año pasado el gobierno me dio un millón de pesos que dividí con mi hijo, y con eso pude hacer regalitos a mis mejores amigas. Pero esas cosas no puedo hacerlas todos los días. Hace tiempo que vengo pensando en hablarle sobre esta situación a la señora del presidente Bordaberry.
—¿La señora del presidente?
—Sí, no sabe qué mujer más gentil, más amable. El día de mi cumpleaños me mandó un precioso ramo de flores. Cuánto se lo agradezco. Pensar que yo no tuve con ella ninguna atención, ni siquiera cuando nació su último hijo. ¡Qué vergüenza! Debo escribirle una carta para agradecerle sus flores.
—Sorprende que tenga problemas económicos. Hace años el gobierno le donó esta casa, ¿no es así? Además, usted debe cobrar derechos de autor con frecuencia, pues sus libros se reeditan en forma permanente.
—Sí, tengo esta casa y estoy muy agradecida. Pero los derechos de autor que recibo no son muy importantes. ¡Está todo tan caro!
—Si tuviera que elegir uno entre todos sus libros, ¿cuál elegiría?
—Chico Carlo, es casi autobiográfico. Son los recuerdos de mi infancia y pienso que de alguna manera son los recuerdos de la infancia de todos. No me gustaría que se fuera sin darle un ejemplar de Chico Carlo.
Ayudada por la criada (que lleva ya cinco minutos haciendo señas al visitante de que debe retirarse), Juana se levanta y da algunos pasos por la habitación. De estatura mediana, regordeta pero de buen porte a sus 82 años, hurga en el anaquel abarrotado de libros. No encuentra el que busca, pero vuelve a su sillón con un ejemplar de Juan Soldado, una reciente recopilación de sus cuentos. Con un bolígrafo garabatea la dedicatoria en sus primeras páginas. La entrevista ha terminado. Poetisa y periodista se despiden con un apretón de manos. Entonces, desde la puerta del cuarto, el visitante se gira para mirarla por última vez; Juana sonríe, agita su mano en señal de despedida y con voz queda, dice: "Vuelva, vuelva otro día".
—¿Volvería a vivir su vida tal cual la vivió?
—Sí, no tengo dudas, la viviría igual, salvo algunas malas mujeres que se cruzaron en ella. Los hombres siempre fueron más buenos conmigo que las mujeres.
—De todas las etapas de su vida, ¿cuál le dejó los mejores recuerdos?
—La juventud. Para mí, como para todo ser humano, fue la época más hermosa de la vida.
¡Soy libre, sana, alegre, juvenil y morena ...!, cantaba Juana en sus comienzos. La juventud, justamente, es una constante en su primera producción, es decir, la trilogía compuesta por Lenguas, El cántaro fresco y Raíz salvaje. Juventud y amor (¡que rían los vecinos! Puesto que somos jóvenes / y los dos nos amamos y nos gusta la lluvia ...) son sus temas iniciales y, seguramente, las claves de su vida. Después, en la década del cuarenta, reasomarán en su obra bajo la forma de recuerdos, como ocurre en Chico Carlo, donde sustituye la poesía por una prosa sencilla cargada de añoranzas. Es la Juana madura, cincuentona, convertida ya en un monstruo sagrado, rodeada de leyendas, quien evoca su infancia a través de Chico Carlo, un libro que es algo así como el Platero y yo latinoamericano. Después, en 1949, la muerte de su madre ahondará su soledad y la hará retornar a la poesía a través de Pérdida y Elegía, sus obras máximas de la segunda época. Recibe condecoraciones, premios, invitaciones, la nombran "mujer de las Américas" y viaja a Norteamérica. En la década del cincuenta, cuando la fama y el reconocimiento arrecian sobre ella, cuando la carga del mito se torna insoportable para la mujer que ama los días sencillos y serenos, escribe un cuarteto revelador, símbolo quizá de sus actuales angustias: Digo mil veces que me estoy ahogando, / y sólo veo alrededor sonrisas. / Me estoy ahogando vertical y en medio / de una avenida gris, ruidosa y lisa.
—Usted sabe que hay un mito llamado Juana de Ibarbourou. ¿Le molesta?
—La gente es buena, generosa, y ha imaginado sus cosas sobre mi persona y mi obra. Tal vez yo misma soy la culpable porque llevé siempre una vida retraída, dedicada muchos años a cuidar a mi marido y a mi madre que sufrieron largas enfermedades. Además, está el tiempo y usted sabe que el tiempo siempre deforma las cosas.
—En este enclaustramiento en que vive, ¿no se siente un poco abandonada u olvidada?
—No, no estoy abandonada ni olvidada. Mis verdaderos amigos son muy fieles. Lo que siento, a veces, son los problemas económicos. Con lo que cobro de derecho de autor y la pensión de mi marido no es suficiente para vivir. A fines del año pasado el gobierno me dio un millón de pesos que dividí con mi hijo, y con eso pude hacer regalitos a mis mejores amigas. Pero esas cosas no puedo hacerlas todos los días. Hace tiempo que vengo pensando en hablarle sobre esta situación a la señora del presidente Bordaberry.
—¿La señora del presidente?
—Sí, no sabe qué mujer más gentil, más amable. El día de mi cumpleaños me mandó un precioso ramo de flores. Cuánto se lo agradezco. Pensar que yo no tuve con ella ninguna atención, ni siquiera cuando nació su último hijo. ¡Qué vergüenza! Debo escribirle una carta para agradecerle sus flores.
—Sorprende que tenga problemas económicos. Hace años el gobierno le donó esta casa, ¿no es así? Además, usted debe cobrar derechos de autor con frecuencia, pues sus libros se reeditan en forma permanente.
—Sí, tengo esta casa y estoy muy agradecida. Pero los derechos de autor que recibo no son muy importantes. ¡Está todo tan caro!
—Si tuviera que elegir uno entre todos sus libros, ¿cuál elegiría?
—Chico Carlo, es casi autobiográfico. Son los recuerdos de mi infancia y pienso que de alguna manera son los recuerdos de la infancia de todos. No me gustaría que se fuera sin darle un ejemplar de Chico Carlo.
Ayudada por la criada (que lleva ya cinco minutos haciendo señas al visitante de que debe retirarse), Juana se levanta y da algunos pasos por la habitación. De estatura mediana, regordeta pero de buen porte a sus 82 años, hurga en el anaquel abarrotado de libros. No encuentra el que busca, pero vuelve a su sillón con un ejemplar de Juan Soldado, una reciente recopilación de sus cuentos. Con un bolígrafo garabatea la dedicatoria en sus primeras páginas. La entrevista ha terminado. Poetisa y periodista se despiden con un apretón de manos. Entonces, desde la puerta del cuarto, el visitante se gira para mirarla por última vez; Juana sonríe, agita su mano en señal de despedida y con voz queda, dice: "Vuelva, vuelva otro día".
Juana de Ibarbourou Poetisa uruguaya (Melo,
Cerro Largo, 8 de marzo de 1892/5 - Montevideo, 15 de julio de 1979).
Según diversas versiones nació en 1892 aunque ella
proclamaba haber nacido en 1895. Estas confusiones también existen con su
nombre completo, Juana Férnandez Morales o Morelos de Ibarbourou, pero el
seudónimo literario 'Juana de Ibarbourou' es el más difundido. Su apellido
fue adoptado de su marido, el capitán Lucas Ibarbourou, con quien se casó
cuando tenía veinte años. Su padre era vasco español y su madre pertenecía a
una de las familias españolas más antiguas del Uruguay.
Alcanzó una gran popularidad en el ámbito
hispanohablante por sus primeras colecciones de poemas. Fue electa miembro
de la Academia uruguaya en 1947 y en 1959 le fue concedido el premio
nacional de literatura, otorgado ese año por primera vez. Sus obras están
marcadas por el modernismo y, temáticamente, tienden al amor de la
maternidad, de la belleza física y de la naturaleza, que expresa con cierto
lastre retórico.
Sus dos primeras colecciones de poemas, de estilo
modernista, fueron "Las lenguas de diamante" (1919) y "El cántaro fresco"
(1920). Tuvieron repercusión internacional y fueron traducidos a varias
lenguas, al igual que otros poemas que les seguirían. La originalidad de su
estilo consistió en unir al rico cromatismo con imágenes modernistas dándole
un sentido optimista de la vida, con un lenguaje sencillo, sin complejidades
conceptuales, que redunda en una expresividad fresca y natural. A partir de
entonces publicó más de treinta libros, la mayoría de los cuales fueron
colecciones de poesía, aunque escribió también memorias de su infancia como
Chico Carlo (1944), y un libro para niños (ver Obras). Su amplia popularidad
la hizo merecedora del sobrenombre de Juana de América, el que
ella afirmó declarándose “hija de la naturaleza”.
Manuscritos firmados por Juana de Ibarbourou
Obras
-
Las lenguas de diamante (1918/9)
-
Cántaro fresco (1920)
-
Raíz salvaje (1922)
-
Ejemplario (1927, libro de lectura para niños)
-
La rosa de los vientos (1930)
-
Loores de Nuestra Señora (1934/5)
-
Estampas de la Biblia (1934/5)
-
Chico Carlo (1944, cuentos autobiográficos de la infancia)
-
Los sueños de Natacha (1945, teatro infantil sobre temas clásicos)
-
Perdida (1950)
-
Azor (1953)
-
Mensaje del escriba (1953)
-
Romances del destino (1955)
-
Oro y tormento (1956)
-
Canto rodado (1958)
-
Los mejores poemas (1968, Antología de su producción lírica)
-
Juan Soldado (1971, colección de dieciocho relatos)
PUÑADOS DE POLVOPor la persiana entornada entra al comedor en penumbra, un rayo de sol matinal. Y por la misma rendija sale a la calle, oblicua hacia arriba, una banda ancha y dorada de moléculas. Parece una legión de bailarines, pues, mirando atentamente, veo que cada uno de los puntitos rubios gira de una manera vertiginosa sobre sí mismo. Si yo supiera física, ¡cuantas observaciones podría hacer ahora! Pero no sé nada más que imaginar y soñar. Y miro con envidia a esa banda de átomos que se va a correr el mundo, llevándose quizás el secreto de todas mis intimidades. ¡Oh granitos de polvo que vais a ver lo que yo no he de mirar jamás: bosques, mares, ciudades, templos, auroras boreales, maravillas! De soplo en soplo, de ráfaga en ráfaga, recorréis la tierra, sorprenderéis el secreto de mil mujeres, y cuando el viento os vuelva a traer otra vez a este lugar, quizás haya transcurrido un gran montón de siglos. Yo no seré ya más que un puñadito de polvo amarillo. Y entonces me iré a danzar y a correr por el mundo con vosotros.
[De El cántaro fresco]
LA CREATIVIDAD, FACTOR DE RESILIENCIA
Dra. Sylvia Puentes de
Oyenard
Cuando una mujer se enfrenta
al paso de las décadas se habla de depresión, síndrome del “nido vacío”, soledad,
angustia..., pero poco se comenta la lucha que se da en este lapso donde las
hormonas descienden su nivel, la energía disminuye y muchos de los afectos “se
nos van cayendo del abrazo”.
Queremos
abordar un hecho natural en el que puede actuar la creatividad como factor de
resiliencia. El término viene de las ciencias físicas y se aplica en psicología.
Remite a la capacidad de afrontar positivamente experiencias traumáticas y
sobreponerse a las mismas logrando un aprendizaje vivencial. La literatura, en
tanto expresión del arte que permite la creación y la re-creación, tiene un
efecto catártico que puede convertirse en instrumento de superación y, desde
nuestra perspectiva, lo hace y ha hecho en muchos casos, y es fácil de advertir
en la obra de Juana de Ibarbourou.
Muchas
veces el climaterio es enfocado como una etapa de aridez y decadencia, en pocas
oportunidades se alude a lo que vive, siente, sueña o pierde una mujer. Hoy nos
convoca una magnífica poeta a quien se cita con mayor énfasis por sus libros
juveniles que por los de la madurez que, sin embargo, son de una escritura
profunda. El primer ciclo de su obra, de palpitante algarabía, es el más
conocido. Se comenta menos que en 1950 Juana vive sus 58 años y ha perdido a su
esposo, a su madre y su magnífica casa, Amphion, ubicada en la rambla República
del Perú. La catástrofe económica la lleva a desprenderse de sus objetos más
preciados. Podríamos hablar de un período difícil, donde las circunstancias
personales y las de una nueva promoción de intelectuales, la llamada “generación
del 45”, que ignora sus méritos marginándola, se unen a los cambios hormonales
que tantas veces deprimen y no dejan espacio a iniciativas.
Aquella
mujer que olía “a sol y a heno, /a salvia, a yerbabuena y a flores de centeno”,
la que sabía decir: “¡Oh, este rayo de sol que se acuesta en mi seno,/ como una
daga fina sobre el cutis moreno!”; la que crece con sabor de pitanga en los
labios y amenaza a Caronte diciendo: “Yo seré un escándalo en tu barca”; es
quien entre sus pertenencias deja papeles en los que afirma: “No duermo
(...).Hay ya en mi vida una presencia de muerte, tranquila y tan sola me preparo
para el fin. (...)He amado mucho la vida, pero hoy estoy muy cansada. Esta larga
lucha económica me agota...” (19-II-1946); la que escribe en el último plato
que queda de su fiesta de bodas: “Melo. Felicidad. Ahora
septiembre de 1949. ¡Tan distinta la vida! De los que estaban entonces, solo yo,
ya.”
La
valentía no es ausencia de desesperación, sino la capacidad de seguir adelante a
pesar de ella. Inmersa en su angustia, la hablante crece y se reconstruye en la
voz que retoma con Perdida, para asegurar: “Me
enfrento a ti, oh vida sin espigas, /desde la casa de mi soledad./ Detrás de mí
anclado está aquel tiempo/ en que tuve pasión y libertad,/ garganta libre al
amoroso grito/ y casta desnudez y claridad./ Era un flor, oh vida, y en mí
estaba,/ arrulladora la eternidad.”
Ella, la
que navegaba la luz , era su río, y comandaba el día, era su barco, y solo tenía
peces de oro y platería, se da vuelta y pregunta: “¿Quién me ayuda el ancla?” y
se da cuenta que en el silencio es un grito desolado su llamada. Pero lucha, se
anima a resucitar el canto: “Retorno al paraíso que fue mío,/
al valle de cristal que me quebraste./ Me das de nuevo mi collar de plata,
la
cerúlea marea de mis ángeles,/ y el ir y andar con su calor adentro./ Salvada ya,
salvada.”
Su voz
cuaja en las abejas de la noche y adquiere una profundidad, una depuración, una
solvencia lírica que acrisola en poemas como “La mano”:
“Antes,
cuando era alegre,/ alegre como el sol, dulzura casta,/ ternura preferida,/ rosa
en la rama más derecha y alta,/ manzana azul y vara florecida,/ la miel, la miel
era riqueza exacta/ en la mano ahuecada de la vida./ Ahora la mano de la vida es
laxa,/ abierta, desmedida.”
Es cierto
que atrás quedaron su este de sol y guayaberos, la tierra-ama con su pezón
rebosante, pero en sus manos tiene otra capacidad de síntesis y agudeza
perceptiva. Este período se traduce en fervor creativo y en cada libro sostiene
el fuego poético, la emoción y el dominio del lenguaje. Ya no cultiva “la muerte
de romance o de leyenda”, ahora la tiene “sin voz, sin ojos ni color ni cara”.
Escribe: “Venus y Diana me han abandonado/ y tan solo Minerva, a mi costado,/ me
habla, docta, de poesía.”
En su último libro es la mujer que
ofrece a Cristo su cuerpo “para comprar las legiones del odio”, la que se
preocupa por la paz del mundo y la juventud armada, la que se refleja en la
simbólica perfección de una rosa. Su rosa es la poesía, esa que entrega
desafiando el reloj y se alza con la claridad del verso para enseñorearse en el
río opulento de la vida.
Aún en el
menoscabo de sus fuerzas y bienes materiales mantiene su honestidad y magnetismo
para escribir en el poema que clausura su cuerda lírica: “Erguida estoy, sin voz,
y sin sonrisa,/ /blanca en la inmensa soledad nocturna/ con la brasa del verso
en la garganta/ y en el pecho la sed de la aventura.” (“La pasajera”)
Es decir,
si bien en las últimas décadas de la vida, hay una sensación de pérdida que,
como en el caso de Juana de Ibarbourou, se agrava con el puñal de otras heridas,
puede mantenerse viva “la deshilada llama del crepúsculo” y sostener por la
“secreta red de las arterias” a “la pasajera única e insomne”.
Pompeyo,
quien comprendía la diferencia entre el ciclo biológico y la vida que quiere
trascender, aseguraba: “Vivir no es necesario, navegar sí”. En sus últimos años
la poeta vive con intensidad este viaje que es preparación del otro.
Por lo
expuesto podríamos asegurar que la creatividad actuó como factor de resiliencia.
En las últimas etapas de su vida Juana de Ibarbourou hizo el viaje más
importante, el que lejos de racimos y espejos, del carpe diem horaciano y
de halagos la llevó a su yo más profundo. Desde allí tal vez pudo “vislumbrar el
cielo”, por eso afirmó: “Pero yo me he de alzar del pudridero./ Volveré a mi
esplendor de carne y canto,/ blanca y bruñida por mi propio llanto,/ viva, de
nuevo.”
La bandera de la raza
En
el año de 1932 Juana de Ibarbouru, patrocinó a nivel del Continente el concurso
de la bandera representativa de la raza hispana, y que ganara, la diseñada por
el Capitán General Angel Camblor, de nacionalidad uruguaya, el emblema fue dado
a conocer en la ciudad de Montevideo, el 12 de Octubre de 1932.- La Poetisa
Ibarbouru, juega un papel relevante dentro del panamericanismo, porque en 1929
fue proclamada “Juana de América” y en 1953 la Unión de Mujeres Americanas, la
consagró “Mujer de las Américas”.
“El Emblema de la Raza Hispánica, fue desplegado el 12 de octubre de 1933 en España y en varias repúblicas de América Latina.
“El Emblema de la Raza Hispánica, fue desplegado el 12 de octubre de 1933 en España y en varias repúblicas de América Latina.
JUANA DE IBARBOUROU
Y MONTEVIDEO
Sylvia
Puentes de Oyenard
El 8 de marzo
de 1892, “San Juan de Dios en tierras de Melo”, nació Juana Fernández Morales en
Melo, capital del departamento de Cerro Largo. Era entonces "un pueblo todo de
globos de colores y cometas coleando en el aire velludo del verano". Hoy
recordamos aquella niña imaginativa y silenciosa en su pasaje montevideano, en
las casas que habitó, a las que dio luz y poesía, en las que recibió aplausos y
heridas.
"Muchacha
como de pájaros y naranjas y colmenas" fue primero novia del aire y después de
un capitán, Lucas Ibarbourou, con el que contrajo enlace en 1913. Luego
de pasajeras residencias en el interior de la República Oriental del Uruguay,
por los destinos militares de su esposo, se instala definitivamente en
Montevideo.
La primera
casa que habita está ubicada en la calle Asilo, Nº 3621,
que luego modificó su frente y número (era el 50). En 1988 descubrí allí una
estela de bronce conmemorativa del 70º aniversario del arribo de la poetisa a
nuestra capital. La iniciativa fue de Juan Jesús Castro y puedes leer la placa
si te acercas.
Cuando arriba
a Montevideo corre 1918 y su inicial seudónimo "Fid" se transformará en Juana de
Ibarbourou. Ese período abarca los tres primeros libros Las lenguas de
diamante (1919), El cántaro fresco (1920) y Raíz salvaje (1922). Afirma:
"lo viví con los míos en la Villa de la Unión, haciendo a la vez versos y
flores artificiales, ocasional "modus vivendi" que me ha dejado un tierno
recuerdo de lucha en común y el orgullo de saber defender victoriosamente mi
casa y mi familia en la borrasca...".
Son momentos de esplendor: ama,
vive, canta, sueña, florece.
En 1923,
después de una transitoria residencia en Santa Clara de Olimar regresa a
Montevideo y se instala en Duvimioso Terra 2275 (antes
calle Victoria): "...una linda casa nueva de un solo piso, con jardines y
parrales como la nuestra de Melo. Éramos sencillos y dichosos, con la felicidad
intacta..." ( ) "Sobre la claraboya del patio, lleno de macetas de culantrillos
y begonias en verde, oro, plata, ocre y rojo, repiqueteaba su sonora canción la
lluvia de la tormenta de Santa Rosa...".
Entre 1925
y 1942 reside en Mariscal Solano López 1412 (antes Comercio Nº 318).
Esta casa, "prieta y resonante como un corazón", fue declarada "monumento
histórico nacional" en 1983, sin embargo en la década del 90 se reformó su
característica fachada de azulejos. Desde aquí dará a conocer varios títulos y
de aquí partirá el 10 de agosto de 1929 cuando es aclamada como "Juana de
América" en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo.
De 1942 a
1947 vive en la única casa que poseyó en propiedad y fue construida
especialmente para ella: Rambla República del Perú 1503.
Actualmente es un moderno edificio de apartamentos que lleva el nombre original
que ella le dio a su residencia: Amphion. Allí fue dueña de porcelanas y
marfiles, de una prodigiosa biblioteca, presidió el Pen Club, dio a conocer
Chico Carlo (1944), Los sueños de Natacha y Roosevelt,
Sarmiento y Martí (1945); allí recibió lauros y el Estado le
compró los derechos sobre sus obras éditas y tres inéditas (l1945). Por
circunstancias económicas adversas tuvo que venderla.
Al
trasladarse a 8 de octubre 3061 camina hacia los últimos
treinta y dos años de su vida y hacia las obras de mayor profundidad y
perfección que se fraguaron en dolorosas circunstancias. Aquí retoma su cuerda
lírica. Es una etapa de soledad, de introspección y de recuento, de mayor
conocimiento de los hombres y de sí misma.
Vive un
período de creación fecunda, de constante reconocimiento internacional, de
numerosas traducciones, ediciones y reediciones, pero también de menguada
economía y aislamiento.
A esta casona
de 8 de octubre llegué para conocerla y visitarla varias veces, en ella se cerró
el periplo vital de Juana de Ibarbourou; desde aquí salió nuevamente en 1979
para recibir el homenaje de su pueblo en el Palacio Legislativo, pero no ya en
la plenitud de su madurez como aquel día de 1954 en que la aplaudieron de pie 72
naciones en la Asamblea General de UNESCO. Con los compases de "La pasión según
San Mateo" una cureña, tirada por seis caballos blancos, retiró su féretro
cubierto con la bandera nacional rumbo a su casa de arcilla roja del Cementerio
del Buceo. Fue la primera vez que en Uruguay se rindieron honras de Ministro de
Estado a una mujer.
En esta casa de 8 de octubre hoy
desarrolla actividades un instituto de enseñanza que honra su memoria. Desde
allí parece decir:
"Ni París, ni Madrid, ni Roma,
ni Nueva York, ni Buenos Aires...Montevideo es solo mi Montevideo...( ) ..."si
Dios, después, tiene la paciente bondad de preguntarme:/ -¿Adónde quieres
volver, cernido puñado de tierra?/ Con la voz que tenga, he de contestarle sin
vacilar:/ -A Montevideo, Señor. ¡Y gracias!"
Hoy te
proponemos acercarte a alguna de estos lugares, recordar a Juana en su obra y en
la claridad de su palabra.
Bibliografía: Juana de Ibarbourou. Obras escogidas.
Selección y prólogo de Sylvia Puentes de Oyenard, Santiago de Chile, Editorial
Andrés Bello, 1998
La casona de Juana
Pasando la curva que hace 8 de Octubre a la altura del Hospital Militar, se
puede encontrar el
caminante con
una vieja casona de dos plantas, enclavada en medio de un jardín
pequeño. La hiedra cubre en parte sus paredes imantadas de tiempo, y
sus celosías evidencian un algo recoleto y misterioso. Esa casa
corrió hace algunos años el peligro de ser rematada y caer bajo “la
piqueta fatal del progreso", pero felizmente no fue así y en el
presente ha sido reciclada y es mantenida por un instituto e idiomas
que ha hecho de la misma su sede.
Pero lo que da
a ese caserón solariego su identidad, lo que lo singulariza
especialmente, es que allí vivió sus años de madurez Juana de
Ibarbourou.
La poetisa,
que en 1929, en su esplendorosa juventud fue consagrada solemnemente
como Juana de América en el Palacio Legislativo, por dos grandes
escritores continentales, el mexicano Alfonso Reyes y nuestro Juan
Zorrilla de San Martín.
"Sic transit
gloria mundis", murmurará ante estas consideraciones algún aspirante
a filósofo, pero no es inútil recordar (nuestra memoria colectiva
parece ser cada vez más flaca para valorar nuestro pasado cultural)
que Juana de Ibarbourou fue, más allá de los mitos, una de nuestras
más valiosas poetas de la primera mitad de este siglo. Y que en su
crepúsculo, cuando ya la belleza y vitalidad plasmadas en aquel
libro primigenio, Raíz salvaje, y la gloria comenzaban
lentamente a abandonarla, encontró abrigo entre las venerables
paredes de esa casona, donde poco a poco fue clausurándose para el
mundo exterior.
Allí recibía a
muy pocos y selectos visitantes, consagrando el resto del tiempo a
la nostalgia por lo ido, y a burilar la última parte –angustiada y
profunda– de su poesía, cuyo punto culminante fue La Pasajera.
Entonces, tu
caminante, cuando pases frente a ese caserón imantado de fantasmas
sutiles, con rumores de versos que surgen de los árboles del jardín,
no olvides que allí vivió hasta no hace tantos años Juana de
Ibarbourou. Una escritora que habría que rescatar definitivamente de
la telaraña de halagos desmedidos que han tejido a su alrededor
muchos panegiristas y demasiadas celebraciones escolares, y también
de las críticas injustas que alguna generación posterior le hizo.
|
Alejandro Michelena
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