La Leyenda Patria
Montevideo, diciembre 23 de 1882.-
Por Daniel Muñoz
Más de cinco mil personas rodeaban el monumento que se inauguró en la
villa de La Florida el día 18 de mayo de 1879. El jurado nombrado para discernir
el premio a quien con mas inspiración cantase la epopeya de nuestra
independencia, colocó sobre el pecho de Aurelio Berro la honorífica medalla,
consagrando el acto el doctor don Ángel Floro Costa con aquel célebre discurso,
que hizo servir como escaparate para exhibir todo lo que sabía y no sabía,
remontándose hasta la edad de piedra y cargando la mano sobre cuanto esdrújulo
le cayó al alcance,
todo para anunciar que ha puesto un
huevo,
como decía la rana de los cacareos de
la gallina.
El numeroso público que había quedado marchito y cariacontecido con la
pirotécnica pseudo científica de don Ángel Floro, empezaba a diseminarse
temeroso de una nueva granizada esdrújula, cuando se sintió atraído por el
vigoroso acento de un nuevo orador que había ocupado la tribuna.
Era, el tal, pequeño de estatura, enjuto de carnes, y parecía imposible
que tan endeble instrumento pudiese producir notas tan robustas. A medida que
brotaban de sus labios los rítmicos acentos inspirados por el patriotismo, se
iluminaba su mirada con resplandores guerreros, accionaban los brazos con
atlético vigor, y el cuerpo mezquino se agigantaba hasta adquirir proporciones
colosales. Parecía que una aureola de luz le rodeaba y que de aquel foco
irradiaban corrientes de entusiasmo que electrizaban hasta a las más apartadas
filas del auditorio.
Llora el poeta en la noche oscura de la opresión de la patria, y su alma
desfallece al ver rendido al pueblo que otrora luchara incansable por la
libertad. ¡Todo está frío y mudo en torno suyo!
De los llorosos sauces
Que el Uruguay retrata en su corriente,
Cuelgan las arpas mudas,
¡Ay! las arpas de ayer, que en himno ardiente,
Himno de libertad, salmo infinito,
Vibraron al rodar sobre sus cuerdas
Las auras de las Piedras y el Cerrito.
Que el Uruguay retrata en su corriente,
Cuelgan las arpas mudas,
¡Ay! las arpas de ayer, que en himno ardiente,
Himno de libertad, salmo infinito,
Vibraron al rodar sobre sus cuerdas
Las auras de las Piedras y el Cerrito.
Las glorias del pasado se apagan en las tinieblas del presente. No hay
un solo guerrero en armas que haga alentar la esperanza de que cesará el
cautiverio en día más o menos lejano, y al oír esta elegía por la patria, todos
los oyentes se sienten conmovidos, desesperando con el poeta de ver llegar los
albores de la soñada libertad. Los recuerdos de la tradición gloriosa han muerto
en la memoria del pueblo sojuzgado a la extraña dominación, y si algunos se
conservan, viven apenas
Como esos lirios pálidos y yertos,
Desmayados suspiros de los muertos,
Que entre las grietas de las tumbas crecen.
Desmayados suspiros de los muertos,
Que entre las grietas de las tumbas crecen.
Lúgubre silencio reinaba en todo el auditorio. Parecía que aquellas
cinco mil almas vivían 60 años atrás, sintiendo el yugo de los invasores cuya
prepotencia lloraba el poeta con el desencanto de quien nada espera. El rostro y
el ademán traducían aquel desaliento que postraba al patriotismo inerme e
impotente. Apagado el brillo de la mirada, la frente velada con las sombras de
la tristeza, desmayada la voz, la acción desfallecida, parecía el poeta la
encarnación del pueblo abatido por el infortunio.
Pero, de repente, un eco lejano despierta el oído adormecido en la
desgracia, y una vaga claridad sorprende a la mirada enceguecida por las
tinieblas.
Aquel eco lejano es el de la barcarola que entonan los barqueros,
De ritmo audaz y cadencioso brío
¡La eterna barcarola redentora!
¡La eterna barcarola redentora!
Aquella claridad vaga que rasga el negro velo del cautiverio, flota
sobre las dormidas aguas del Uruguay, de entre las cuales
Brota un rayo de luz desconocido,
Que desgarrando el seno de las brumas
Atraviesa la noche del olvido.
Que desgarrando el seno de las brumas
Atraviesa la noche del olvido.
¡Qué repentino cambio en la expresión, el acento y el ademán del poeta!
Relampaguea la mirada como deslumbrada por aquel inesperado resplandor que
Es primero un albor... luego una
aurora...
Luego un nimbo de luz de la colina...
Luego aviva... y se eleva... y se dilata,
Y encendiendo el secreto de la niebla,
En fragoroso incendio se desata.
Luego un nimbo de luz de la colina...
Luego aviva... y se eleva... y se dilata,
Y encendiendo el secreto de la niebla,
En fragoroso incendio se desata.
Y esto no sólo se oye, sino que se ve. El bardo lo dice y lo pinta con
vívidos colores. El punto luminoso brota en sus ojos, ilumina después su
inspirada frente, anima la sonrisa de esperanza que dibujan sus labios, fulgura
en todo su rostro, y creciendo a medida que el patriotismo lo aviva, lo envuelve
con brillantes resplandores, que se esparcen en torno suyo derramando ondas de
luz cuya claridad se difunde hasta los más remotos horizontes.
En esa luz quedó bañado el auditorio que escuchaba al poeta, y cuando
sintió los ateridos miembros entibiados por el calor que irradiaba aquel cerebro
encandecido por el fuego del sentimiento patrio, prorrumpió en una manifestación
solemne, grandiosa, estentórea, aclamando entre vivas y aplausos a Juan Zorrilla
de San Martín como al cantor de las glorias nacionales.
Desde ese momento, el último acento de cada estrofa moría entre el
clamoreo entusiasta de la multitud electrizada, y como si de antemano hubiese
preparado la escena,
entre la luz, los cantos, los latidos,
hizo surgir ante los ojos de aquellos
cinco mil espectadores atónitos
Del húmedo arenal Treinta y Tres
Hombres;
Treinta y Tres Hombres que mi mente adora,
Encarnación, viviente melodía,
Diana triunfal, leyenda redentora
Del alma heroica de la patria mía!
Treinta y Tres Hombres que mi mente adora,
Encarnación, viviente melodía,
Diana triunfal, leyenda redentora
Del alma heroica de la patria mía!
Es indescriptible la escena que se siguió a esta evocación. Todos los
labios se movían profiriendo gritos patrióticos, todos los brazos se agitaban
saludando al poeta, y todos los rostros retrataban las sensaciones despertadas
en el espíritu por los mágicos acentos de aquel canto desconocido. Los ánimos se
enardecían siguiendo las peripecias de aquella epopeya grandiosa, en que los
héroes, sedientos de libertad, encontraban
tardo el corcel y perezoso el plomo
para llegar al pecho del opresor de la
patria.
¡Sarandí! ¡Ituzaingó! ¡Prólogo y desenlace de aquel drama sublime de
abnegación y heroísmo! Zorrilla traza ambos cuadros con rasgos de un colorido
palpitante. ¡Parece que se oye el rechinar de los hierros y el caer de los
cuerpos tronchados por el rudo golpe del sable, en aquella famosa carga que
arrasó las huestes enemigas, como si sobre ellas se hubiese lanzado el escuadrón
de la muerte!
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Ya está cimentada la libertad de la patria. El poeta despierta de aquel
sueño en que sólo oía el fragor de la batalla, y veía los campos teñidos con la
sangre de los que cayeron en la inmortal cruzada. El cielo brilla sereno y
límpido, presagiando una nueva era de paz; y lleno de fe en el porvenir, pone de
lado la trompa épica con que cantó las glorias guerreras, y entona el idilio del
trabajo en estas estancias, arrancadas al parecer de la cítara de Arriaza o de
Meléndez:
Rompa el arado de la madre tierra
El seno en que rebosa
La mies temprana en la dorada espiga,
Y la siega abundosa
Corone del labriego la fatiga.
Cante el yunque los salmos del trabajo;
Muerda el cincel el alma de la roca,
Del arte inoculándole el aliento,
Y en el riel de la idea electrizado,
Muera el espacio y vibre el pensamiento.
El seno en que rebosa
La mies temprana en la dorada espiga,
Y la siega abundosa
Corone del labriego la fatiga.
Cante el yunque los salmos del trabajo;
Muerda el cincel el alma de la roca,
Del arte inoculándole el aliento,
Y en el riel de la idea electrizado,
Muera el espacio y vibre el pensamiento.
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¿Por qué no alcanzó Zorrilla el primer premio? No fue por cierto, porque
no lo hubiese merecido, pero el jurado había de antemano limitado el número de
versos, y la composición de Zorrilla excedía de aquellos límites. Tal vez no
recordó aquella condición, y si la recordó, prefirió renunciar al premio antes
que cortar el vuelo de su inspiración.
Pero si no alcanzó el premio material, alcanzó en cambio ese lauro
imperecedero que sobrevive al metal y al mármol: el lauro de la gloria.
Aurelio Berro, el poeta premiado, justicieramente premiado por llenar su
composición las condiciones impuestas y ser a la par una obra notable como
inspiración y como clasicismo, desprendió de su pecho la medalla que el jurado
le había discernido, y quiso a toda costa colgarla en el de aquel joven que
acababa de electrizar al auditorio.
Zorrilla se resistió a aceptar aquella ofrenda que se le hacía con
generoso desprendimiento, agradeciéndola con toda efusión.
Desde entonces quedó cimentada su gloria sobre base imperecedera, y
desde entonces, también, quedó consagrada La Leyenda Patria como el himno de las
glorias nacionales.
Yo era adversario de Zorrilla, adversario ardiente e implacable, pero
confieso que, cuando le oí, quedé desarmado y acabé por tenerle cariño.
Vinieron, después las agitaciones políticas, recrudeció la polémica, y un buen
día, recibí en lo más hondo del alma una herida pérfida y sangrienta, que me
asestaron desde las columnas de El Bien Público. Aquello me enconó y llegué a no
cambiar ni siquiera el saludo de forma con el cantor de La Leyenda Patria. En
ese estado de ánimo se la oí recitar por segunda vez en San José, y olvidando la
injuria, fui el primero en romper los aplausos arrastrado por el entusiasmo que
despertaban en mí aquellas inspiradas estrofas.
Después, todo se olvidó. No era él quien me había ofendido. Así me lo
dijo en un momento de expansión, y así quise creerlo, porque es imposible
admitir que en el alma en que desbordan sentimientos tan elevados como los que
palpitan en las notas de ese himno patriótico, puedan tener cabida mezquinas
pasiones.
Otra vez y otra he oído a Zorrilla recitar su canto, y cada vez ha hecho
latir en mí mayores sensaciones. Es que hay en esos versos algo más que el ritmo
y la armonía: hay la inspiración ardiente que brota vigorizada por el
sentimiento de la patria, de esta pobre patria que hoy, como en aquel
¡Lustro de maldición, lustro sombrío!
yace postrada entre los brazos de
hierro que la oprimen y aniquilan. De aquellos tiempos de heroísmo y gloria
Apenas si un recuerdo luminoso
Tímido nace entre la sombra errante
Para entre ella morir; como esas llamas,
Que alumbrando la faz de los sepulcros
Lívidas un instante fosforecen.
Tímido nace entre la sombra errante
Para entre ella morir; como esas llamas,
Que alumbrando la faz de los sepulcros
Lívidas un instante fosforecen.
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Estos recuerdos y estas impresiones las despierta un libro que acabo de
recibir, impreso en la casa editorial de Barreiro y Ramos. Contiene ese libro La
Leyenda Patria de Zorrilla, precedida de un precioso artículo de Andrade, en
cuya reciente tumba acaba de deponer una perfumada ofrenda el cantor de Celiar,
simbolizando la temprana muerte del poeta en este profundo pensamiento:
¡Anochecióle en la mitad del día!
El libro es digno de la obra que encierra y hace honor al arte
tipográfico nacional. La pulcritud y elegancia de la impresión, la vistosa y
rica encuadernación que la envuelve, y más que todo, el ser producto de la
industria del país, son circunstancias que hacen a su editor Barreiro acreedor a
la protección y al aplauso del público.
Si la obra de Zorrilla es por sí sola un atractivo para los amantes de
las letras, aumenta ese atractivo el venir impresa en condiciones excepcionales,
encuadernada con elegantes tapas adornadas con relieves estampados en oro y
negro sobre fondo rojo, y enriquecida con el retrato de su inspirado autor.
Como el ala aterida de un inmsonio
Siento que abruma el sentimiento mío.
Noche de esclavitud de amargas horas
Sin perfumes,sin cantos,sin auroras.
Vaga en la margen del paterno río...
De los llorosos sauces
Que el Uruguay retrata en su corriente
Cuelgan las arpas mudas;
Ay! las arpas de ayer que,en el himno ardiente,
Himno de libertad,salmo infinito,
Vibraron al rodar sobre sus cuerdas
Las auras de Las Piedras y El Cerrito!
Hoy la mano del cierzo deja en ellas
El flébil son de tímidas querellas!
Apenas si un recuerdo luminoso
De un tiempo no distante,
De un tiempo asaz glorioso
Tímido nace entre la sombra errante
Para entre ella morir;como esas llamas
Que lívidas un punto fosforecen,
Como esos lirios pálidos y yertos,
Desmayados suspiros de los muertos
Que,entre las grietas de las tumbas,crecen.
La fuerte ciudadela,
Baluarte del que fue Montevideo,
Desnuda ya del generoso arreo,
Entre las sombras vela
El verde airón de su imperial señora
Que, en sus almenas albatir el aire
Encarna macilenta
La sombra vil de la paterna afrenta.
Todo mudo en redor ... campos,ciudades...
Todo apenas se agita
Y,del pecho en las yermas soledades,
El patrio corazón ya no palpita...
Y un pueblo alienta allí! y entre esa
noche
Vive en esclavitud un pueblo... y vive!
¿Y ese es el pueblo rudo
Amamantado ayer por la victoria,
Que batallo frenético y sañudo
Y al fin cayó sobre el sangriento escudo
Envuelto en el sudario de su gloria?
¿Y es el que bravo con robusta mano,
De entre las fauces del león ibero,
Arrancó ayer en su libertad,que en vano
El coloso oprimió ;y en los escombros
De la antigua grandeza
Del vencedor del árbitro de Europa,
Levantó la cabeza
De tempranos laureles circuida
Y con sangre de mártires ungída?
¿Y es la patria de Artigas la que vierte
Lágrimas de despecho,
Habiendo sangre que verter, y muerte
Que,en vez de esclavitud,lata en su pecho?
Oh! nó,no puede ser.Pueblo despierta;
Arranca el porvenir de tu pasado;
Levántate valiente,
Leváantate a reiner,que rey tienes
El corazón y la guerrera frente.
¿Será que de tus héroes
Los tiempos de cenizas consumieron?
¿Será que sólo fueron
Sus esfurzos de ayer fugaz aliento,
Qué pasó como el ave que no deja
Ni rastro de sus alas en el viento?
Oh! ¿Qué no habrá un recuerdo que levante
De la tumba musgosa del pasado
El acento irritado
Que el opresor espante
Y,con mano nervuda
El sueño de esos párpados sacuda?
¿Jamás la noche brotará un delirio
Que con voz atrevida,
A esa planta infeliz dé aliento y vida
Con riego de sangre del martirio?
Tabaré
(Fragmentos)
Introducción
I
Levantaré la losa de una tumba;
e, internándome en ella,
encenderé en el fondo el pensamiento,
que alumbrará la sociedad inmensa.
Dadme una lira y vamos: la de hierro,
la más pesada y negra;
ésa, la de apoyarse en las rodillas,
y sostenerse con la mano trémula,
Mientras la azota el viento temeroso
que silba en las tormentas,
y, al golpe del granizo restallando,
sus acordes difunde en las tinieblas;
La de cantar, sentado entre las ruinas,
como el ave agorera;
la que, arrojada al fondo del abismo,
del fondo del abismo nos contesta.
Al desgranarse las potentes notas
de sus heridas cuerdas,
despertarán los ecos que han dormido
sueño de siglos en la oscura huesa;
Y formarán la estrofa que reve-le
que la muerte, piensa:
resurrección de voces extinguidas,
extraño acorde que en mi mente suene.
II
Vosotros, los que amáis los imposibles;
los que vivís la vida de la idea;
los que sabéis de ignotas muchedumbres,
que los espacios infinitos pueblan,
Y de esos seres que entran en las almas,
y mensajes oscuros les revelan,
desabrochan las flores en el campo,
y encienden en el cielo las estrellas;
Los que escucháis quejidos y palabras
en el triste rumor de la hoja seca,
y algo más que la idea del invierno,
próximo y frío, a vuestra mente llega,
Al mirar que los vientos otoñales
los árboles desnudan, y los dejan
ateridos, inmóviles, deformes,
como esqueletos de hermosuras muertas;
Seguidme, hasta saber de esas historias
que el mar, y el cielo, y el dolor nos cuentan;
que narran el ombú de nuestras lomas,
el verde canelón de las riberas,
La palina centenaria, el camalote,
el ñandubay, los talas y las ceibas:
la historia de la sangre de un desierto,
la triste historia de una raza muerta.
Y vosotros aun más, bardos amigos,
trovadores galanos de mi tierra,
vírgenes de mi patria y de mi raza,
que templáis el laúd de los poetas;
Seguidme juntos, a escuchar las notas
de una elegía, que, en la patria nuestra,
el bosque entona, cuando queda solo,
y todo duerme entre sus ramas quietas;
Crecen laureles, hijos de la noche,
que esperan liras, para asirse a ellas,
allá en la oscuridad, en que aún palpita
el grito del desierto y de la selva.
III
¡Extraña y negra noche! ¿Dónde vamos?
¿Es esto cielo o tierra?
¿Es lo de arriba? ¿Lo de abajo? Es lo hondo,
sin relación, ni espacio, ni barreras;
Sumersión del espíritu en lo oscuro,
reino de las quimeras,
en que no sabe el pensamiento humano
si desciende, o asciende, o se despeña;
El caos de la mente, que, pujante,
la inspiración ordena;
los elementos vagos y dispersos
que amasa el genio, y en la forma encierra.
Notas, palabras, llantos, alaridos,
plegarias, anatemas,
formas que pasan, puntos luminosos,
gérmenes de imposibles existencias;
Vidas absurdas, en eterna busca
de cuerpos que no encuentran;
días y noches en estrecho abrazo,
que espacio y tiempo en que vivir esperan;
Líneas fosforescentes y fugaces,
y que en los ojos quedan
como estrofas de un himno bosquejado,
o gérmenes de auroras o de estrellas;
colores que se funden y repelen
en inquietud eterna,
ansias de luz, primeras vibraciones
que no hallan ritmo, no dan lumbre, y cesan;
Tipos que hubieran sido, y que no fueron,
y que aún el ser esperan;
informes creaciones, que se mueven
con una vida extraña o incompleta;
Proyectos, modelados por el tiempo,
de razas intermedias;
principios sutilísimos, que oscilan
entre la forma errante y la materia;
Voces que llaman, que interrogan siempre,
sin encontrar respuesta;
palabras de un idioma indefinible
que no han hablado las humanas lenguas;
Acordes que, al brotar, rompen el arpa,
y en los aires revientan
estridentes, sin ritmo, como notas
de mil puntos diversos que se encuentran,
Y se abrazan en vano sin fundirse,
y hasta esa misma repulsión ingénita,
forma armonía, pero rara, absurda;
música indescriptible, pero inmensa;
Rumor de silenciosas muchedumbres;
tumu1tos que se alejan...
todo se agita, en ronda atropellada,
en esta oscuridad que nos rodea;
Todo asalta en tropel al pensamiento,
que en su seno penetra
a hacer inteligible lo confuso,
a refrenar lo que huye y se rebela;
A consagrar, del ritmo y del sonido,
la unión que viva eterna;
la del dolor y el alma con la línea;
de la palabra virgen con la idea;
Todo brota en tropel, al levantarse
la ponderosa piedra,
como bandada de aves que, chirriando,
brota del fondo de profunda cueva;
Nube con vida que, cobrando formas
variables y quiméricas,
se contrae, se alarga, y se resuelve,
por sí misma empujada en las tinieblas.
Y así cuajó en mi mente, obedeciendo
a una atracción secreta,
y entre risas, y llantos, y alaridos,
se alzó la sombra de la raza muerta;
De aquella raza que pasó, desnuda
y errante, por mi tierra,
como el eco de un ruego no escuchado
que, camino del cielo, el viento lleva.
IV
Tipo soñado, sobre el haz surgido
de la infinita niebla;
ensueño de una noche sin aurora,
flor que una tumba alimentó en sus grietas:
Cuando veo tu imagen impalpable
encarnar nuestra América,
y fundirse en la estrofa transparente,
darle su vida, y palpitar en ella;
Cuando creo formar el desposorio
de tu ignorada esencia
con esa forma virgen, que los genios
para su amor o su dolor encuentran;
Cuando creo infundirte, con mi vida,
el ser de la epopeya,
y legarte a mi patria y a mi gloria,
grande como mi amor y mi impotencia,
El más débil contacto de las formas
desvanece tu huella,
como al contacto de la luz, se apaga
el brillo sin calor de las luciérnagas.
Pero te vi. Flotabas en lo oscuro,
como un jirón de niebla;
afluían a ti, buscando vida,
como a su centro acuden las moléculas,
Líneas, colores, notas de un acorde
disperso, que frenéticas
se buscaban en ti; palpitaciones
que en ti buscaban corazón y arterias;
Miradas que luchaban en tus ojos
por imprimir su huella,
y lágrimas, y anhelos, y esperanzas,
que en tu alma reclamaban existencia;
Todo lo de la raza: lo inaudito,
lo que el tiempo dispersa,
y no cabe en la forma limitada,
y hace estallar la estrofa que lo encierra.
Ha quedado en mi espíritu tu sombra,
como en los ojos quedan
los puntos negros, de contornos ígneos,
que deja en ellos una lumbre intensa....
¡Ah! no, no pasarás, como la nube
que el agua inmóvil en su faz refleja;
como esos sueños de la media noche
que a la mañana ya no se recuerdan;
Yo te ofrezco, ¡oh ensueño de mis días!
La vida de mis cantos,
que en la tierra vivirán más que yo...: ¡Palpita y anda,
forma imposible de la estirpe muerta!
(Del Canto segundo del Libro primero)
.............................
IX
Cayó la flor al río.
Se ha marchitado, ha muerto.
Ha brotado, en las grietas del sepulcro,
un lirio amarillento.
La madre ya ha sentido
mucho frío en los huesos;
La madre tiene, en torno de los ojos,
amoratado cerco;
Y en el alma la angustia,
y el temblor en los miembros,
y en los brazos el niño, que sonríe,
y en los labios el ruego.
Duerme hijo mío. Mira: entre las ramas
está dormido el viento;
el tigre en el flotante camalote,
y en el nido los pájaros pequeños ...
¿Sentís la risa? Caracé, el cacique
ha vuelto ebrio, muy ebrio.
Su esclava estaba pálida, muy pálida...
Hijo y madre ya duermen los dos sueños.
Los párpados del niño se cerraban.
Las sonrisas entre ellos
asomaban apenas, como asoman
las últimas estrellas a lo lejos.
Los párpados caían de la madre,
que, con esfuerzo lento,
pugnaba en vano porque no llegaran
de su pupila al agrandado hueco.
Pugnaba por mirar el indio niño
una vez más al menos;
pero el niño, para ella, poco a poco,
en un nimbo sutil se iba perdiendo.
Parecía alejarse, desprenderse,
resbalar de sus brazos, y, por verlo,
las pupilas inertes de la madre
se dilataban en supremo esfuerzo.
X
Duerme hijo mío. Mira, entre las ramas
está dormido el viento;
el tigre en el flotante camalote,
y en el nido los pájaros pequeños;
hasta en el valle
duermen los ecos.
Duerme. Si al despertar no me encontraras,
yo te hablaré a lo lejos;
una aurora sin sol vendrá a dejarte
entre los labios mi invisible beso;
duerme; me llaman,
concilia el sueño.
Yo formaré crepúsculos azules
para flotar en ellos:
para infundir en tu alma solitaria
la tristeza más dulce de los cielos;
así tu llanto
no será acerbo.
Yo ampararé de aladas melodías
los sauces y los ceibos,
y enseñaré a los pájaros dormidos
a repetir mis cánticos maternos...
El niño duerme,
duerme sonriendo.
La madre lo estrechó; dejó en su frente
una lágrima inmensa, en ella un beso,
y se acostó a morir. Lloró la selva,
y, al entreabrirse, sonreía el cielo.
(Del Canto Sexto del Libro Tercero)
.............................
IX
Por allá, entre los árboles,
apareció un momento
Tabaré, conduciendo a la española,
y en la espesura se internó de nuevo.
De Blanca se escuchaban
los débiles lamentos;
aun vierte, sobre el hombro del charrúa,
el llanto aquel que reventó en su pecho.
El indio va callado,
sigue, sigue corriendo,
siempre empujado por la fuerza aquella
que sacudió sus ateridos miembros.
Va insensible, agobiado,
y en dirección al pueblo;
siempre dejando, de su sangre fría,
las gotas que aun le quedan, en suelo.
Grito de rabia y júbilo
lanzó Gonzalo al verlo,
y, como empuja el arco a la saeta,
de su ciega pasión lo empujó el vértigo.
Los ruidos de su arnés y de sus armas,
al chocar con los árboles, se oyeron
internarse saltando entre las breñas,
y despertando los dormidos ecos.
Han seguido al hidalgo
el monje y los soldados. Allá adentro
se va apagando el ruido de sus pasos;
el aire está y los árboles suspensos
Un grito sofocado
resuena a poco tiempo;
tras él, clamores de dolor y angustia
turban del bosque el funeral silencio ...
X
¡Cayó la flor al río!
Los temblorosos círculos concéntricos
balancearon los verdes camalotes,
y, entre los brazos del juncal, murieron.
Las grietas del sepulcro
engendraron un lirio amarillento.
Tuvo el perfume de la flor caída,
su misma extrema palidez... ¡Han muerto!
Así el himno cantaban
los desmayados ecos;
así lloraba el uruti en las ceibas,
y se quejaba en el sauzal el viento.
XI
Cuando al fondo del soto
el anciano llegó con los guerreros,
Tabaré, con el pecho atravesado,
yacía inmóvil, en su sangre envuelto.
La espada del hidalgo
goteaba sangre que regaba el suelo;
Blanca lanzaba clamorosos gritos...
Tabaré no se oía ... Del aliento
de su vida quedaba
un estertor apenas, que sus miembros
extendidos en tierra recorría,
y que en breve cesó... Pálido, trémulo,
inmóvil, don Gonzalo,
que aun oprimía el sanguinoso acero,
miraba a Blanca, que, poblando el aire
de gritos de dolor, contra su seno
estrechaba al charrúa,
que dulce la miró, pero de nuevo
tristemente cerró, para no abrirlos,
los apagados ojos en silencio.
El indio oyó su nombre
al derrumbarse en el instante eterno.
Blanca, desde la tierra, lo llamaba;
lo llamaba, por fin, pero de lejos ...
Ya Tabaré, a los hombres,
ese postrer ensueño
no contará jamás... Está callado,
callado para siempre, como el tiempo,
como su raza,
como el desierto,
como tumba que el muerto ha abandonado:
¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!
XII
Ahogada por las sombras,
la tarde va a morir. Vagos lamentos
vienen, de los lejanos horizontes,
a estrecharse en el aire entre los ceibos.
Espíritus errantes e invisibles,
desde los cuatro vientos,
desde el mar y las sierras, han venido
con la suprema queja del desierto:
con la voz de los llanos y corrientes,
de los bosques inmensos,
de las dulces colinas uruguayas,
en que una raza dispersó sus huesos;
voz de un mundo vacío que resuena;
raro acorde, compuesto
de lejanos cantares o tumultos,
de alaridos, y lágrimas, y ruegos.
El sol entre los árboles
ha dejado su adiós más lastimero,
triste como la última mirada
de una virgen que fuere sonriendo.
Cuelgan, entre los árboles del bosque,
largos crespones negros;
cuelgan, entre los árboles, las sombras,
que, como ayes informes, van cayendo.
Cuelgan, entre los árboles del bosque,
tules amarillentos;
cuelgan, entre los árboles, los últimos
lampos de luz, como sudarios trémulos.
La luz y las tinieblas, en los aires,
batallan un momento;
extraña y negra forma cobra el bosque...
La noche sin aurora está en su seno.
Y, cual se oyen gotear, tras de la lluvia,
después que cesa el viento,
las empapadas ramas de los árboles,
o los mojados techos,
brotan del bosque, en que el callado grupo
está en la densa obscuridad envuelto,
ya un metálico golpe en la armadura
capitán o de un arcabucero;
ya un sollozo de Blanca, aun abrazada
de Tabaré con el inmóvil cuerpo,
o una palabra, trémula y solemne,
de la oración del monje por los muertos.
Introducción
I
Levantaré la losa de una tumba;
e, internándome en ella,
encenderé en el fondo el pensamiento,
que alumbrará la sociedad inmensa.
Dadme una lira y vamos: la de hierro,
la más pesada y negra;
ésa, la de apoyarse en las rodillas,
y sostenerse con la mano trémula,
Mientras la azota el viento temeroso
que silba en las tormentas,
y, al golpe del granizo restallando,
sus acordes difunde en las tinieblas;
La de cantar, sentado entre las ruinas,
como el ave agorera;
la que, arrojada al fondo del abismo,
del fondo del abismo nos contesta.
Al desgranarse las potentes notas
de sus heridas cuerdas,
despertarán los ecos que han dormido
sueño de siglos en la oscura huesa;
Y formarán la estrofa que reve-le
que la muerte, piensa:
resurrección de voces extinguidas,
extraño acorde que en mi mente suene.
II
Vosotros, los que amáis los imposibles;
los que vivís la vida de la idea;
los que sabéis de ignotas muchedumbres,
que los espacios infinitos pueblan,
Y de esos seres que entran en las almas,
y mensajes oscuros les revelan,
desabrochan las flores en el campo,
y encienden en el cielo las estrellas;
Los que escucháis quejidos y palabras
en el triste rumor de la hoja seca,
y algo más que la idea del invierno,
próximo y frío, a vuestra mente llega,
Al mirar que los vientos otoñales
los árboles desnudan, y los dejan
ateridos, inmóviles, deformes,
como esqueletos de hermosuras muertas;
Seguidme, hasta saber de esas historias
que el mar, y el cielo, y el dolor nos cuentan;
que narran el ombú de nuestras lomas,
el verde canelón de las riberas,
La palina centenaria, el camalote,
el ñandubay, los talas y las ceibas:
la historia de la sangre de un desierto,
la triste historia de una raza muerta.
Y vosotros aun más, bardos amigos,
trovadores galanos de mi tierra,
vírgenes de mi patria y de mi raza,
que templáis el laúd de los poetas;
Seguidme juntos, a escuchar las notas
de una elegía, que, en la patria nuestra,
el bosque entona, cuando queda solo,
y todo duerme entre sus ramas quietas;
Crecen laureles, hijos de la noche,
que esperan liras, para asirse a ellas,
allá en la oscuridad, en que aún palpita
el grito del desierto y de la selva.
III
¡Extraña y negra noche! ¿Dónde vamos?
¿Es esto cielo o tierra?
¿Es lo de arriba? ¿Lo de abajo? Es lo hondo,
sin relación, ni espacio, ni barreras;
Sumersión del espíritu en lo oscuro,
reino de las quimeras,
en que no sabe el pensamiento humano
si desciende, o asciende, o se despeña;
El caos de la mente, que, pujante,
la inspiración ordena;
los elementos vagos y dispersos
que amasa el genio, y en la forma encierra.
Notas, palabras, llantos, alaridos,
plegarias, anatemas,
formas que pasan, puntos luminosos,
gérmenes de imposibles existencias;
Vidas absurdas, en eterna busca
de cuerpos que no encuentran;
días y noches en estrecho abrazo,
que espacio y tiempo en que vivir esperan;
Líneas fosforescentes y fugaces,
y que en los ojos quedan
como estrofas de un himno bosquejado,
o gérmenes de auroras o de estrellas;
colores que se funden y repelen
en inquietud eterna,
ansias de luz, primeras vibraciones
que no hallan ritmo, no dan lumbre, y cesan;
Tipos que hubieran sido, y que no fueron,
y que aún el ser esperan;
informes creaciones, que se mueven
con una vida extraña o incompleta;
Proyectos, modelados por el tiempo,
de razas intermedias;
principios sutilísimos, que oscilan
entre la forma errante y la materia;
Voces que llaman, que interrogan siempre,
sin encontrar respuesta;
palabras de un idioma indefinible
que no han hablado las humanas lenguas;
Acordes que, al brotar, rompen el arpa,
y en los aires revientan
estridentes, sin ritmo, como notas
de mil puntos diversos que se encuentran,
Y se abrazan en vano sin fundirse,
y hasta esa misma repulsión ingénita,
forma armonía, pero rara, absurda;
música indescriptible, pero inmensa;
Rumor de silenciosas muchedumbres;
tumu1tos que se alejan...
todo se agita, en ronda atropellada,
en esta oscuridad que nos rodea;
Todo asalta en tropel al pensamiento,
que en su seno penetra
a hacer inteligible lo confuso,
a refrenar lo que huye y se rebela;
A consagrar, del ritmo y del sonido,
la unión que viva eterna;
la del dolor y el alma con la línea;
de la palabra virgen con la idea;
Todo brota en tropel, al levantarse
la ponderosa piedra,
como bandada de aves que, chirriando,
brota del fondo de profunda cueva;
Nube con vida que, cobrando formas
variables y quiméricas,
se contrae, se alarga, y se resuelve,
por sí misma empujada en las tinieblas.
Y así cuajó en mi mente, obedeciendo
a una atracción secreta,
y entre risas, y llantos, y alaridos,
se alzó la sombra de la raza muerta;
De aquella raza que pasó, desnuda
y errante, por mi tierra,
como el eco de un ruego no escuchado
que, camino del cielo, el viento lleva.
IV
Tipo soñado, sobre el haz surgido
de la infinita niebla;
ensueño de una noche sin aurora,
flor que una tumba alimentó en sus grietas:
Cuando veo tu imagen impalpable
encarnar nuestra América,
y fundirse en la estrofa transparente,
darle su vida, y palpitar en ella;
Cuando creo formar el desposorio
de tu ignorada esencia
con esa forma virgen, que los genios
para su amor o su dolor encuentran;
Cuando creo infundirte, con mi vida,
el ser de la epopeya,
y legarte a mi patria y a mi gloria,
grande como mi amor y mi impotencia,
El más débil contacto de las formas
desvanece tu huella,
como al contacto de la luz, se apaga
el brillo sin calor de las luciérnagas.
Pero te vi. Flotabas en lo oscuro,
como un jirón de niebla;
afluían a ti, buscando vida,
como a su centro acuden las moléculas,
Líneas, colores, notas de un acorde
disperso, que frenéticas
se buscaban en ti; palpitaciones
que en ti buscaban corazón y arterias;
Miradas que luchaban en tus ojos
por imprimir su huella,
y lágrimas, y anhelos, y esperanzas,
que en tu alma reclamaban existencia;
Todo lo de la raza: lo inaudito,
lo que el tiempo dispersa,
y no cabe en la forma limitada,
y hace estallar la estrofa que lo encierra.
Ha quedado en mi espíritu tu sombra,
como en los ojos quedan
los puntos negros, de contornos ígneos,
que deja en ellos una lumbre intensa....
¡Ah! no, no pasarás, como la nube
que el agua inmóvil en su faz refleja;
como esos sueños de la media noche
que a la mañana ya no se recuerdan;
Yo te ofrezco, ¡oh ensueño de mis días!
La vida de mis cantos,
que en la tierra vivirán más que yo...: ¡Palpita y anda,
forma imposible de la estirpe muerta!
(Del Canto segundo del Libro primero)
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IX
Cayó la flor al río.
Se ha marchitado, ha muerto.
Ha brotado, en las grietas del sepulcro,
un lirio amarillento.
La madre ya ha sentido
mucho frío en los huesos;
La madre tiene, en torno de los ojos,
amoratado cerco;
Y en el alma la angustia,
y el temblor en los miembros,
y en los brazos el niño, que sonríe,
y en los labios el ruego.
Duerme hijo mío. Mira: entre las ramas
está dormido el viento;
el tigre en el flotante camalote,
y en el nido los pájaros pequeños ...
¿Sentís la risa? Caracé, el cacique
ha vuelto ebrio, muy ebrio.
Su esclava estaba pálida, muy pálida...
Hijo y madre ya duermen los dos sueños.
Los párpados del niño se cerraban.
Las sonrisas entre ellos
asomaban apenas, como asoman
las últimas estrellas a lo lejos.
Los párpados caían de la madre,
que, con esfuerzo lento,
pugnaba en vano porque no llegaran
de su pupila al agrandado hueco.
Pugnaba por mirar el indio niño
una vez más al menos;
pero el niño, para ella, poco a poco,
en un nimbo sutil se iba perdiendo.
Parecía alejarse, desprenderse,
resbalar de sus brazos, y, por verlo,
las pupilas inertes de la madre
se dilataban en supremo esfuerzo.
X
Duerme hijo mío. Mira, entre las ramas
está dormido el viento;
el tigre en el flotante camalote,
y en el nido los pájaros pequeños;
hasta en el valle
duermen los ecos.
Duerme. Si al despertar no me encontraras,
yo te hablaré a lo lejos;
una aurora sin sol vendrá a dejarte
entre los labios mi invisible beso;
duerme; me llaman,
concilia el sueño.
Yo formaré crepúsculos azules
para flotar en ellos:
para infundir en tu alma solitaria
la tristeza más dulce de los cielos;
así tu llanto
no será acerbo.
Yo ampararé de aladas melodías
los sauces y los ceibos,
y enseñaré a los pájaros dormidos
a repetir mis cánticos maternos...
El niño duerme,
duerme sonriendo.
La madre lo estrechó; dejó en su frente
una lágrima inmensa, en ella un beso,
y se acostó a morir. Lloró la selva,
y, al entreabrirse, sonreía el cielo.
(Del Canto Sexto del Libro Tercero)
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IX
Por allá, entre los árboles,
apareció un momento
Tabaré, conduciendo a la española,
y en la espesura se internó de nuevo.
De Blanca se escuchaban
los débiles lamentos;
aun vierte, sobre el hombro del charrúa,
el llanto aquel que reventó en su pecho.
El indio va callado,
sigue, sigue corriendo,
siempre empujado por la fuerza aquella
que sacudió sus ateridos miembros.
Va insensible, agobiado,
y en dirección al pueblo;
siempre dejando, de su sangre fría,
las gotas que aun le quedan, en suelo.
Grito de rabia y júbilo
lanzó Gonzalo al verlo,
y, como empuja el arco a la saeta,
de su ciega pasión lo empujó el vértigo.
Los ruidos de su arnés y de sus armas,
al chocar con los árboles, se oyeron
internarse saltando entre las breñas,
y despertando los dormidos ecos.
Han seguido al hidalgo
el monje y los soldados. Allá adentro
se va apagando el ruido de sus pasos;
el aire está y los árboles suspensos
Un grito sofocado
resuena a poco tiempo;
tras él, clamores de dolor y angustia
turban del bosque el funeral silencio ...
X
¡Cayó la flor al río!
Los temblorosos círculos concéntricos
balancearon los verdes camalotes,
y, entre los brazos del juncal, murieron.
Las grietas del sepulcro
engendraron un lirio amarillento.
Tuvo el perfume de la flor caída,
su misma extrema palidez... ¡Han muerto!
Así el himno cantaban
los desmayados ecos;
así lloraba el uruti en las ceibas,
y se quejaba en el sauzal el viento.
XI
Cuando al fondo del soto
el anciano llegó con los guerreros,
Tabaré, con el pecho atravesado,
yacía inmóvil, en su sangre envuelto.
La espada del hidalgo
goteaba sangre que regaba el suelo;
Blanca lanzaba clamorosos gritos...
Tabaré no se oía ... Del aliento
de su vida quedaba
un estertor apenas, que sus miembros
extendidos en tierra recorría,
y que en breve cesó... Pálido, trémulo,
inmóvil, don Gonzalo,
que aun oprimía el sanguinoso acero,
miraba a Blanca, que, poblando el aire
de gritos de dolor, contra su seno
estrechaba al charrúa,
que dulce la miró, pero de nuevo
tristemente cerró, para no abrirlos,
los apagados ojos en silencio.
El indio oyó su nombre
al derrumbarse en el instante eterno.
Blanca, desde la tierra, lo llamaba;
lo llamaba, por fin, pero de lejos ...
Ya Tabaré, a los hombres,
ese postrer ensueño
no contará jamás... Está callado,
callado para siempre, como el tiempo,
como su raza,
como el desierto,
como tumba que el muerto ha abandonado:
¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!
XII
Ahogada por las sombras,
la tarde va a morir. Vagos lamentos
vienen, de los lejanos horizontes,
a estrecharse en el aire entre los ceibos.
Espíritus errantes e invisibles,
desde los cuatro vientos,
desde el mar y las sierras, han venido
con la suprema queja del desierto:
con la voz de los llanos y corrientes,
de los bosques inmensos,
de las dulces colinas uruguayas,
en que una raza dispersó sus huesos;
voz de un mundo vacío que resuena;
raro acorde, compuesto
de lejanos cantares o tumultos,
de alaridos, y lágrimas, y ruegos.
El sol entre los árboles
ha dejado su adiós más lastimero,
triste como la última mirada
de una virgen que fuere sonriendo.
Cuelgan, entre los árboles del bosque,
largos crespones negros;
cuelgan, entre los árboles, las sombras,
que, como ayes informes, van cayendo.
Cuelgan, entre los árboles del bosque,
tules amarillentos;
cuelgan, entre los árboles, los últimos
lampos de luz, como sudarios trémulos.
La luz y las tinieblas, en los aires,
batallan un momento;
extraña y negra forma cobra el bosque...
La noche sin aurora está en su seno.
Y, cual se oyen gotear, tras de la lluvia,
después que cesa el viento,
las empapadas ramas de los árboles,
o los mojados techos,
brotan del bosque, en que el callado grupo
está en la densa obscuridad envuelto,
ya un metálico golpe en la armadura
capitán o de un arcabucero;
ya un sollozo de Blanca, aun abrazada
de Tabaré con el inmóvil cuerpo,
o una palabra, trémula y solemne,
de la oración del monje por los muertos.
¡Excelente trabajo Nestor!
ReplyDeleteCary, Muchas gracias!
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