Thursday, February 7, 2019

Uruguay, el magnicidio del XVII Presidente de la República

Uruguay, el magnicidio del XVII Presidente de la República
Se considera magnicidio al asesinato u homicidio de una persona importante, usualmente una figura política. El magnicida suele tener una motivación ideológica o política, y la intención de provocar una crisis política o eliminar un adversario que considera un obstáculo para llevar a cabo sus plan.
Juan Bautista Idiarte


21 de marzo de 1894 – 25 de agosto de 1897
Precedido por Duncan Stewart         Sucedido por Juan Lindolfo Cuestas
Nacimiento 20 de abril de 1844   Soriano, Uruguay
Fallecimiento 25 de agosto de 1897  Montevideo, Uruguay      
Partido político Partido Colorado  Cónyuge Matilde Baños
Juan Bautista Idiarte Borda y Soumastre (Mercedes, 20 de abril de 1844 - Montevideo, 25 de agosto de 1897), fue un político uruguayo perteneciente al Partido Colorado, Presidente de la República entre marzo de 1894 y agosto de 1897, víctima del único magnicidio registrado en la historia del Uruguay.

Biografía Infancia y adolescencia  Juan Bautista Idiarte Borda y Soumastre, tal su nombre completo, nació y se crió en Mercedes, capital del departamento de Soriano.
Provenía de una acomodada familia de la ciudad de origen vasco, que cuyos hijos –entre los que se incluye él mismo– poseían al parecer un notable talento musical; ya que se destacó tocando el clarinete y su hermano, Pedro Idiarte, sobresalió en su interpretación del violín. Sus padres, entonces, les brindaron una concienzuda educación que incluyó estudios musicales.
Durante su adolescencia todo hacía pensar que su destino estaba marcado por la música; ya que fue uno de los fundadores de la Sociedad Lira Filarmónica, una institución musical que se dedicaba a hacer música en reuniones sociales y oficios religiosos. Otra de sus aficiones conocidas era la Pelota vasca, lo que le valió el mote de El Pelotari. Según los historiadores, su apodo hacía referencia no sólo a su talento en el mencionado juego, sino a su carácter perseverante y tozudo ante las circunstancias, que lo marcaría en su vida política.
Al fallecer su padre, –en 1860– Idiarte Borda tenía 16 años de edad, sin embargo debió encargarse de los negocios familiares, vinculados a la ganadería –cría de ganado y saladeros.
Participación en las guerras civiles Su vida política la inició no en la militancia del Partido Colorado, sino en el ala bélica del mismo, luchando en la Cruzada Libertadora de Venancio Flores junto con su hermano, Pedro, aún adolescente. Ambos se alistaron en la Guardia Nacional de su ciudad natal apoyando la causa colorada. Menos de una década más tarde se encontraría en las filas del Ejército luchando contra los revolucionarios del Partido Nacional, liderados por el caudillo Timoteo Aparicio, en la denominada Revolución de las Lanzas. Logró el grado de Teniente por su destaque en la defensa de Mercedes, ciudad que los nacionalistas pretendían tomar, y por su no menor actuación en la Batalla de Manantiales. En 1875 comenzó el largo ciclo del Militarismo, al que Idiarte Borda se oponía, y decidió alzarse en armas participando en la Revolución Tricolor. Sin embargo, debió escapar a Gualeguaychú, ciudad argentina vecina a Uruguay.
Comienzos de su militancia política En agosto de 1872 se casó con Matilde Baños. Ese mismo año, además, comenzó su carrera política propiamente dicha atendiendo a las necesidades de su ciudad natal, ya que estaba entre los integrantes de la Junta Económico Administrativa de Soriano –actual Intendencia Municipal de Soriano– y fue el principal impulsor de la colocación del alumbrado público a queroseno y de la pavimentación de las calles de Mercedes.
Apoyó a la Reforma Vareliana y se mostró especialmente preocupado por la educación, ya que era miembro de la Sociedad de Amigos de la Educación Popular –institución pionera en difundir las ideas de José Pedro Varela y otros intelectuales en cuanto a la educación– además de formar parte de la Comisión Departamental de Instrucción Pública, entidad creada por Varela en la aplicación de su reforma, y de ser cofundador del Club Progreso de Mercedes, que a su vez entre sus primeras obras estuvo la creación de la primera Biblioteca Pública del departamento.
En 1879 se trasladó a Montevideo ya que fue electo miembro del Parlamento representando a Soriano, en la XIII Legislatura que designó a Lorenzo Latorre como Presidente Constitucional. Pese a ser opositor a los gobernantes militaristas, se dedicó por entero a su actividad política participando también como Representante entre 1882 y 1885.Sin embargo, en 1886, durante la presidencia de Máximo Santos debió aislarse y radicarse brevemente en Buenos Aires debido a sus diferencias con el mandatario, a pesar de apoyar en general su gestión. Decidió regresar a Montevideo después del atentado de Gregorio Ortiz
Acceso a la Presidencia y su gestión En 1890 logró acceder a la Presidencia del Partido Colorado, tras el fallecimiento de Manuel Herrera y Obes. Era miembro del Senado en momentos en que era necesario elegir el sucesor de Julio Herrera y Obes, en lo que constituyó una de las elecciones presidenciales más difíciles de la historia uruguaya. El 21 de marzo de 1894, después de 21 días de votaciones, resultados y ásperos debates –en los que ocupaba interinamente la jefatura del país Duncan Stewart–, el Senador Idiarte Borda logró 47 votos. Asumió de inmediato la Presidencia Constitucional del Uruguay, comenzando un gobierno absolutamente bipolar; donde las dificultades económicas se agudizaron tremendamente por el desorden administrativo, pero donde realizó importantes obras de relevancia.
Honorable Asamblea General: Honrado con la primer Magistratura de la República por el voto de la voluntad nacional libre y conscientemente expresada en este acto, siento en este momento verdaderamente histórico para mí, la necesidad suprema de manifestaros que en el desempeño de las funciones del cargo con que he sido investido, será mi norte y no me guiará otra aspiración que el bien de la Patria, el respeto más sincero por las prescripciones de nuestro Código político que cabo de jurar y el fiel y exacto cumplimiento de las leyes que haya dictado ó que dicte, en virtud de su voluntad soberana la Honorable Asamblea General, de la que solicito y espero quiera prestarme el poderoso y patriótico caudal de sus luces y de su experiencia para resolver tranquilamente y como verdaderos hombres de Gobierno, las cuestiones que en el orden político administrativo, financiero y económico, ó cualquier otro que se relacione con el progreso y bienestar de la República puedan suscitarse durante mi presidencia. Al servicio y á la realización de tan elevados propósitos declaro -honorables legisladores- que consagraré toda la energía de que me siento capaz.
Discurso presidencial de Juan Idiarte Borda, 22 de marzo de 1894
Una vez en el poder, Idiarte Borda demostró su poca habilidad para la maniobra y el acuerdo, derivando en un ejercicio del cargo muchas veces de manera subrepticia, lo que le valió el inicio de una de las guerras civiles más sangrientas del Uruguay, la Revolución de 1897. Dicha contienda se desató en medio de una áspera polémica en torno a su persona, pues se le acusaba de permitir e incluso favorecer el fraude electoral, según el antecedente de Julio Herrera y Obes. El ascendente líder colorado, José Batlle y Ordóñez, le realizó una firme y severa acusación, donde lo califica de “El más grande manipulador de todos los escandalosos fraudes que en este período se han cometido”. Esta declaración de Batlle y Ordóñez ya avizoraba la enorme rivalidad futura entre las filas batllistas y los militantes idiartistas, que le costaría la vida al mismo Presidente Borda.
Más allá de las polémicas y los turbios asuntos generados durante su predominio en el poder, hay que destacar que pese a las dificultades políticas y económicas Idiarte Borda ejerció una presidencia que distó mucho de ser inocua; donde inició la construcción del nuevo Puerto de Montevideo, fundó el Banco de la República Oriental del Uruguay –devenido posteriormente en la principal entidad bancaria del país–, creó la Línea de Ferrocarril del Oeste, realizó un censo general y estableció un nuevo catastro a nivel nacional, nacionalizó las compañías británicas que suministraban electricidad en la nueva Compañía de Luz Eléctrica, además de trabajar con éxito en la creación de la Arquidiócesis de Montevideo y de impulsar, a través del ministro Juan José Castro, un ambicioso programa de obras públicas.
Fallecimiento
   Fotografía que ilustra el sepelio del asesinado presidente de Uruguay, Juan Idiarte Borda.
  Este crimen fue el único magnicidio en la historia de Uruguay.Pero el escollo más grande de su gobierno seguía en pie; la contienda civil seguía su curso con su secuela de fallecidos y heridos, sin mencionar los perjuicios económicos. La postura del presidente Borda era apostar a una resolución militar del conflicto, con el convencimiento rígido e inamovible de que la razón legal estaba de su lado. Su férrea postura determinó que la enorme mayoría de la clase política pidiera, a mediados de 1897, la destitución de Idiarte Borda de su cargo de Presidente de la República, ya que consideraban que debido a su intransigencia y tozudez no se alcanzaba la posibilidad de un entendimiento nacional y, en consecuencia, la tan ansiada paz.
En abril de 1897, cuando Borda descendía de su carruaje frente a su residencia, fue atacado por un joven, de nombre Juan A. Rabecca, que le puso el revólver en el cuello, pero sin disparar el arma. El Día –diario batllista por antonomasia– publicó al día siguiente un boletín informativo en el que se afirmaba que el intento de magnicidio fue cometido por un individuo de apellido Arredondo. Las hijas de Idiarte Borda –Celia y María Ester Idiarte–, al enterarse de la publicación, dedujeron que era una clara advertencia de que desde filas batllistas se preparaba el asesinato de su padre, ya que era el apellido de un conocido ferviente admirador de Batlle y Ordóñez y sus ideas. Y lo que era más importante: sabían quién llevaría a cabo el crimen.

El fotógrafo inglés Fitzpatrick, obtuvo esta fotografía unos segundos antes de que el asesino del Presidente Idiarte Borda, disparara contra el Presidente.

El 25 de agosto de ese mismo año, Idiarte Borda se disponía a asistir a la celebración de un Te Deum (misa) en la Iglesia Matriz de Montevideo. Según sus hijas, antes de partir, le advirtieron a Borda sobre su inminente asesinato, pero el Presidente le restó importancia e incluso se negó a llevar una guardia ecuestre. A la salida de la ceremonia, mientras desfilaba a la cabeza de una comitiva por la calle Sarandí –Ciudad Vieja–, yendo desde la Catedral a la Casa de Gobierno, , cuando desde el portal número 331 de dicha calle, un solitario atacante, Avelino Arredondo, lo asesinó de un impacto de bala frente al Club Uruguay con un antiguo revólver Lefaucheux. La bala dio en el corazón y el Presidente Idiarte Borda falleció instantáneamente. Sus últimas palabras, que apenas logró musitar, fueron “Estoy muerto”. El asesinato de Juan Idiarte Borda fue el único magnicidio en la historia de Uruguay.
Juicio histórico  A pesar de sus bemoles, Juan Idiarte Borda ha sido un presidente realizador, que, más allá de que sea debido a sus obras de gobierno o a sus enfrentamientos con la oposición del Partido Nacional –y más aun con sus correligionarios colorados– ha sido un mandatario que no pasó sin dejar huella en la historia uruguaya. Su carácter, que en parte responde al estereotipo de vasco tozudo, además de carecer de agudeza para la maniobra política y de ser frontal e indiferente ante las finezas de la diplomacia, le valieron más que sus obras o sus ideas, llevadas a cabo desde la Presidencia o cuando aún no había logrado acceder a ella. Sin embargo, sus verdaderos Talones de Aquiles han sido la poca habilidad con la cual modelaba y mantenía su imagen política, y la irrupción en prácticas políticas que ya en su época no se estaba dispuesto a tolerar.

Lo que sigue a continuación es el cuento del gran escritor argentino Jorge Luís Borges,  inspirado en este asesinato de un presidente.

Avelino Arredondo
por Jorge Luis Borges

Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehuyen su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires, estudiaba Derecho a ratos perdidos. Y cuando los otros condenaban la guerra que asolaba el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba bien callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él por tacaño.

Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia; Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que se había afiliado al partido, no dijo nada.

Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Y lo hizo casi con las mismas palabras. Le previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.

Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande. Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.

Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.

Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y que no concluyó.

La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Eclesiastés. No trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.

Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque y aliviado pensaba: un día menos.

Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba, leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, por cierto no era nada fácil, porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.

Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un vintén.

Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un escobillón, y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos menesteres que por cierto eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar muy bien.

Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía; Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.

Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.

A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene donde había remontado tantas cometas, por cierto petiso tubiano que ya habría muerto, por el polvo que levanta la hacienda cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada, donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos, por el Cerro que había escalado hasta la farola pensando que en las dos bandas del Plata no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó dormido.

Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Y nunca se desveló.

Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En cuanto al otro asunto... trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.

El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.

Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.

Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga. Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:

—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas. Y ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel pasamos frente a “La Razón”. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas, pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.

Todos se rieron.

Arredondo se había quedado escuchando, y el soldado le dijo:

—¿Qué le parece el chasco, aparcero?

Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:

—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!

Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo golpeó una última injuria.

—El miedo no es sonso ni junta rabia.

Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su casa.

El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de esperar. Ya estoy en el día.

Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna; siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí. Era día feriado y circulaba muy poca gente.

No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo, sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:

—Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.

Sacó el revólver e hizo fuego.

Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.

Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:

—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.

Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que ocurrieron

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